sábado, 30 de octubre de 2010

Diario de duelo de Roland Barthes

Barthes’s Hand

- Roland Barthes - Diario de Duelo -



En la frase: "Ella ya no sufre", ¿a qué, a quién remite "ella"? ¿Qué quiere decir ese presente?

...que esta muerte no me destruya por completo, quiere decir que decididamente quiero vivir perdidamente, hasta la locura, y que por lo tanto el miedo de mi propia muerte está ahí, no se ha desplazado ni una pulgada.

A veces, muy brevemente, un momento blanco --como de insensibilidad-- que no es momento de olvido. Eso me espanta.

Camino quiera que no a través del duelo.

Vuelve sin cesar inmóvil el punto ardiente: las palabras que me dijo en el aliento de la agonía, hogar abstracto e infernal que me sumerge /.../.

Duelo puro, que no debe nada al cambio de vida, a la soledad, etc. Rayadura, abertura de la relación de amor.

Cada vez menos cosas que escribir, que decir, sino eso (pero no lo puedo decir a nadie).

Golpeado por la naturaleza abstracta de la ausencia; y sin embargo es ardiente, desgarradora. De ahí que entienda mejor la abstracción: es ausencia y dolor, dolor de la ausencia --¿quizá es entonces amor?

Mi sorpresa --y por así decir mi inquietud (mi malestar) viene de que, a decir verdad, ésta no es una carencia (no puedo describir esto como una carencia, mi vida no está desorganizada), sino una herida, algo que duele en el corazón del amor.

Frío, noche, invierno. Estoy en donde hace calor y sin embargo solo. Y comprendo que será preciso que me acostumbre a estar naturalmente en esta soledad, a actuar en ella, a trabajar en ella, acompañado, pegado por la "presencia de la ausencia".

A cada "momento" de aflicción, creo que es el mismo en el que por primera vez realizo mi duelo.
Esto quiere decir: totalidad de intensidad.

Ahora, a veces sube en mí, inopinadamente, como un globo que revienta: la constatación: ella ya no está, ella ya no está, para siempre y totalmente. Es algo mate, sin adjetivo --vertiginoso porque insignificante (sin interpretación posible).

Dolor nuevo.

Duelo: no aplastamiento, bloqueo (los cual supondría un "lleno"), sino una disponibilidad dolorosa: estoy en alerta, esperando, espiando la llegada de un "sentido de vida".

En el corazón más negro de este silencioso domingo por la mañana:

Ahora sube poco a poco en mí el tema serio (desesperado): ¿a partir de ahora qué sentido para mi vida?

Ya no muchas notas --sino: desgracia-- continuo malestar cortado por desgracias (hoy, desgracia. No se escribe el malestar).

Todo me desuella. Una nada levanta en mí el abandono.
Soporto mal a los otros, el querer-vivir de los otros, el universo de los otros. Atraído por una decisión de retiro lejos de los otros /.../.

Lo irremediable es a la vez lo que me desgarra y lo que me contiene (ninguna posibilidad histérica de chantaje con el sufrimiento, puesto que todo ya ha sido juzgado).

No tengo deseo sino necesidad de soledad.

Aprender la (terrible) separación de la emotividad (se sosiega) y del duelo, de la aflicción (está ahí).

La aflicción, como una piedra...
(en mi cuello,
en el fondo de mí)

¿Escribir para acordarse? No para recordarme, sino para combatir el desgarramiento del olvido en cuanto que se anuncia absoluto. El --pronto-- "ya ninguna huella", en ninguna parte, en nadie. /.../

Como el amor, el duelo sella el mundo, a lo mundano, de irrealidad, de inoportunidad. Resisto al mundo, sufro de lo que me pide, de su petición. El mundo acrece mi tristeza, mi aridez, mi trastorno, mi irritación. El mundo me deprime.

(Duelo)
No Continuo, sino Inmóvil.

No deseo nada más que habitar mi aflicción.

Escribo cada menos mi aflicción, pero en un sentido es más fuerte, ha pasado al rango de lo eterno desde que ya no la escribo más.

No se olvida,
pero algo de átono se instala en uno.

jueves, 21 de octubre de 2010

Sobre el suicidio. Bibliografía para el 13 de noviembre.

 
           
           
Interpretación psicoanalítica del suicidio
Jorge Jinkis

Conjetural. Revista psicoanalítica Nº 10
Agosto de 1986. Ediciones Sitio. Buenos Aires.

Difícilmente algún analista no se haya visto concernido en alguna forma por el suicidio de un analizante, ya sea que este haya consumado la intención de poner término a su vida, que la tentativa haya fracasado, que el suicidio fuera apenas esgrimido como ostentatoria amenaza o ni siquiera ensayado por "miedo a la muerte".

Especialmente en los dos primeros casos, y sin necesidad de sentirse culpable, el analista tampoco querrá resignar toda responsabilidad. Sin embargo, no podrá designarla con precisión, y escapando a la tentación de imaginar un desenlace diferente "si hubiera hecho otra cosa", se compromete en la búsqueda de una causa. Invariablemente, encuentra demasiadas.

La frecuencia de este resultado acentúa nuestra inclinación a suponer que lo que Freud llamaba el enigma del suicidio, en momento ya avanzado de su obra, se reduce a que, de las múltiples significaciones que el análisis encuentra, no puede hacer de ninguna de ellas la significación privativa del suicidio.

Si bien descartamos que se le pueda atribuir una economía típica, una estructura normativa y especialmente una dinámica que valorice alguna significación universal, intentaremos no desatender que la experiencia lo presenta como un hecho pleno de sentido, muchas veces sin sentido. Esta descolocación enigmática, parece haber ayudado a tipificar las reacciones pecado, delito, reacción psicótica. Y si el discurso está menos codificado, los vapores hipócritas de la culpa y la vergüenza rodean al suicidio de un aura que envuelve a los íntimos en un secreto que no sabe lo que guarda, o lo eleva a la dignidad de un misterio que es una de las mistificaciones públicas de la muerte.

La moral corriente ha encerrado al suicidio entre la rebeldía y la renuncia, pero no es otra cosa que el modo en que el drama ha psicologizado la tragedia. Sin embargo, si recordamos que la envergadura real del héroe trágico no se revela cuando acata el destino ni cuando se rebela a él, sino cuando puede elegir una opción necesaria, aquella moral tan fácilmente criticable encuentra inesperado sostén en una lógica de la decisión que, en el suicidio anuda la muerte con la libertad.

Nuestra consideración del suicidio intentará situarse un paso más acá del examen de su significación, y postulará ese paso como condición indispensable de su abordaje, al menos para el psicoanalista. Pero ¿por qué nuestra proposición se sostiene de ejemplos --los hemos buscado accesibles a todos-- que se interpretan por sus diferencias?

Hay dos razones. La primera hace al valor que le adjudicamos a nuestra tesis: en la medida en que afirmamos que no puede haber, de derecho, una teoría psicoanalítica del suicidio (otra cosa es una interpretación), y en tanto el analista no construye un saber sobre el otro, sino que está implicado en una práctica que procura dialectizar las relaciones del sujeto con los significantes de su historia, ¿cómo dejar de introducir los nombres propios? Pero al revés, basta mencionar alguno para que la significación que pueda despejarse sea inherente a los valores que estructuran ese nombre como historia. Y sin embargo, cuando el suicidio es un acto en el sentido estricto que Lacan le asigna, resulta un retorno de lo que el mismo Lacan define como operación del nombre propio.

La segunda razón, el lector podrá apreciarla por sí solo: que las respuestas que hemos hallado no terminan de aquietar nuestras preguntas.

El suicidio como síntoma

Con la solo excepción de Juanito, ninguno de los grandes historiales de Freud deja de incluir alguna referencia al suicidio: ya sea como hecho consumado (la hermana del Hombre de los lobos); como modo lúcido de interrumpir el sufrimiento (intentos de Schreber por ahogarse en el baño); como impulsos obsesivos (analizados como mandamientos reactivos a una violenta cólera en el Hombre de las ratas, lo que para Freud atenúa el riesgo cierto de suicidio en la neurosis obsesiva); en tanto intención comunicada, como método de chantaje y solicitación de auxilio (identificación parcial de Dora con su padre); como tentativas a veces impropiamente consideradas "fallidas" (las de Ana 0. después de la muerte de su padre o el pasaje al acto de la joven homosexual).

Cómo no subrayar que en cada uno de estos casos, en todos ellos, Freud desatiende la significación de la muerte posible-imposible. Y es oportuno agregar que lo hace por las mejores razones: pues cada vez se trata de un análisis, y esta singularidad, que no deja de poner en juego a la muerte, sustrae la posibilidad de objetivar "la significación de la muerte por suicidio" (1) para encontrar una significación del suicidio más acá de la muerte.

Aquella desatención es, pues, de principio, y desalienta cualquier hipótesis sobre un desinterés o rechazo de Freud por el suicidio. En este sentido, es indicativa la suerte que le tocó en sus textos al suicidio por el que seguramente se encontró más tempranamente concernido: el de un paciente que puso término a su vida por una perturbación sexual incurable. La frase del paciente se liga a fantasías sobre sexualidad y muerte, y Freud calla esta anécdota en el transcurso de una conversación con un compañero de viaje sobre la valoración que hacen los turcos de la sexualidad. El esfuerzo por olvidar el suicidio le hace olvidar el nombre del pintor de los frescos ade Orvieto. Cuenta este episodio a su amigo Fliess (septiembre de 1898), y lo publica meses después ("El mecanismo psíquico de los olvidos"). En ambas oportunidades omite la noticia del suicidio del paciente como desencadenante especifico del olvido, hasta que vuelve a escribir todo en 1901 y lo ofrece como el primer ejemplo por el que se abre La psicopatología de la vida cotidiana.

Al recorrer las observaciones de Freud sobre el suicidio, puede señalarse que, en un sentido poco estricto del término, es tratado como un síntoma. Freud encuentra significaciones particulares, y esto implica que el sentido hallado no puede universalizarse como significación del suicidio. Pero esta afirmación, que es válida para cualquier síntoma, no dice que el suicidio lo sea. Ocurre que sus múltiples significaciones no se dejan reducir a una estructura en la que pueda delegarse la responsabilidad de producirlas. Y en esto se distingue de cualquier síntoma.

Esta afirmación no se atenúa si recordamos la diferencia que hace entre los actos de término erróneo (Vergreifen), en los que el efecto fallido revela el extravío de la intención, y los actos sintomáticos y casuales, donde la acción total parece inadecuada a su fin (2). Salvando los casos de suicidios concientemente intencionados, todos los otros quedan incluidos en la primera categoría, pero esta diferencia descriptiva carece para Freud mismo de consecuencias teóricas.

El neokleinismo implica un paso atrás y un paso adelante en relación a esta concepción. Sus análisis siempre terminan por encontrar algún sentido que sitúan como causalidad del suicidio y así se equivocan, pero ya no es claro ni unívoco que los autores lo traten como síntoma. Aparecen los términos de actuación, acting, reacción que, lejos de ser figuras de alguna prudencia, ofrecen no obstante la pista de una nueva dirección malgastada por adscribir lo que llaman "conductas" a patologías determinadas.

Cuando los autores reúnen los factores que Freud ha nombrado como intervinientes en distintos suicidios (sadismo, agresividad, vuelta contra sí mismo, identificación histérica y melancólica, fracaso de los instintos de autoconservación, pulsión de muerte, castigo por culpabilidad inconsciente, parricidio, etc.), resulta obvio que es imposible organizarlos. Tratan entonces esta reunión como "sobredeterminación", pero sin poder detectar las operaciones específicas que suelen delatar la pertenencia de un síntoma a un campo definido por una estrategia del deseo, y sin lograr que su producción heterogénea conduzca a una teoría de su formación.

Concluir entonces, como parece necesario hacerlo, que el suicidio no es un síntoma, exige aclarar por qué es necesario negarlo, más allá de que alguna literatura analítica, de un modo vago y vacilante, le haya conferido ese estatuto. Esa confusión pudo producirse por el lugar prevalente que adquieren las significaciones propiamente imaginarias en la economía subjetiva del suicidio.

La muerte imaginada

"Seré un gran muerto..." anunciaba Jacques Rigaut antes de darse muerte, y desafiaba: "Intentad, si podéis, atender a un hombre que viaja con su suicidio en el ojal". Ha pasado el dandismo como ha dejado de usarse sombrero, y ya no se lleva tan ligeramente el suicidio por los salones literarios. Sin embargo, la fascinación por un gesto irremediable permanece, amoldándose a circunstancias tal vez menos elegantes y triviales que renuevan motivos e intenciones.

Hay relatos talentosos (Drieu la Rochelle, Mishima), que muestran a la muerte albergada en el misterio de objetos cotidianos, en los rincones melancólicos y furtivos de una infancia que se adelanta, experimental en las infracciones, humillada en las renuncias, pero siempre primero huraña a las formas sociales del duelo, y luego aprendiendo a pretextarse a sí misma en el comercio con el mundo. Se aprende a borrar, a justificar, lo que muchas veces fue una primera aparición gratuita de una tentación inexplicable.

Pero el suicidio, no importa que permanezca severamente apartado de cualquier intrusión indiscreta o, al contrario, entremezclado entre los más triviales sentimientos que llegan a hacer una convención del género, el suicidio nunca abandona esa primera morada que ha encontrado en la suficiencia de una imaginación íntima, si no secreta. El suicidio, no la muerte.

La mayoría de las veces el crimen, incluso el crimen escrupulosamente planeado, hasta el crimen que se considera premeditado, acontece. Es algo que sobreviene. La historia de sus protagonistas queda incluida entre las circunstancias del caso, y si el mismo alcanza los relieves trágicos de la fatalidad, el estallido del acontecimiento se muestra apto para ser recogido por la escena literaria: antes que las hermanas Papin se transfiguraran en Las criadas de Genet, Lacan había publicado su ensayo en una revista literaria (3) .

La llamada antropología psiquiátrica deja advertir que, por encima de los rasgos jurídicos y policiales, si el crimen se acompaña con tanta frecuencia de calificativos nocturnos, no es porque la oscuridad se reduzca al valor instrumental del amparo que ofrece la falta de luz, sino porque la noche es parte de la división social del tiempo. Esto no quite poder al símbolo; en todo caso lo acrecienta y hace del crimen una de las coordenadas públicas de la muerte.

Al contrario, las sanciones religiosas y jurídicas que hacen del suicidio un crimen, testimonian de un esfuerzo fallido par socializarlo. Cualquiera sea su repercusión pública, el suicidio parece pertenecer siempre al ámbito privado. Para hacer esta diferencia, no es preciso atender al sentimiento generalizado de que la difusión de un suicidio trasgrede un pudor indispensable. Y sin embargo, hay allí un índice que debemos valorar, pues esa impudicia que sin esfuerzo alcanza la obscenidad, nos dice que la imaginación está comprometida.

El suicidio, tantas veces demorado, tantas veces anticipado en su morosa renovación, es el ámbito de la muerte imaginada (4). Pero precisamente no hay allí otros límites que los que confinan con el movimiento al que están entregadas las formas imaginarias en la infinitud multiplicada de inversiones reversibles. ¿Cómo no perderse en ese laberinto espejeado? ¿Y cómo no volver a perderse tentados de jerarquizar alguna significación que nos ponga de espaldas a los espejos que reintegran nuestra imagen al juego incontrolable?

Esta proliferación es correlato de la afirmación freudiana: "La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores''(5). Pero si así se excluye el carácter propio de la muerte inapropiable, podemos entonces darnos todos los gustos, imaginando: "Tratándose de la muerte --dice Séneca--, debemos sujetarnos a nuestra fantasía. La mejor muerte es la que más nos guste... La obra maestra de la ley eterna es haber procurado varias salidas a la vida del hombre, que sólo tiene una entrada" (6)

No analizaremos la postura ética del estoico que dice que la ley es un "destino elegible", pero recordemos que el mismo texto de Freud citado anteriormente culmina con el consejo increíblemente cercano: "Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte"(7). Y sin embargo, no es la imaginación el resorte de esta libertad.

Para atenernos a un ejemplo conocido, en el análisis de la tentativa de suicidio de la joven homosexual, centrado alrededor de la significación del niederkommen como "parir", Freud reúne las características del síntoma: realización del deseo inconsciente, compromiso y sobredeterminación. E incluso cuando Lacan mismo explica que no se trata de un síntoma, pero atiende a la significación, hallamos la misma vacilación (8).

Si se quiere restringir el análisis al examen de la significación no es necesario salir del campo de la fantasía, y esto es lo que hace la pertinencia de muchos análisis de corte kleiniano. Pero si el gusto no es el capricho ni la fantasía un adorno del ser, resulta irnprescindible reconocer que la imaginación encuentra limites, y con ello que su determinación anida en la exterioridad de los elementos que la determinan. Un texto de Luis Gusmán (9) ha advertido aquí lo esencial: que el examen de los medios de suicidio era una puerta de entrada al análisis estructural que Jacques Lacan ofrece del fantasma.

El suicidio, pasión de ser

Es fácil constatar que en la progresiva psicologización de los discursos circulantes en nuestra cultura, desde la literatura hasta la política, la palabra "suicidio", tanto en sus formas verbales como nominales llega a ser empleada, hasta por los mismos psicoanalistas, para designar cualquier conducta apreciada como contraria a lo que se considera los intereses propios del sujeto.

Este abuso se extiende hasta el despropósito cuando cualquier comportamiento no lucrativo ni útil es calificado de suicidio, y este extremo resulta tanto más irrisorio cuanto muchos suicidios, de estar sujetos a esta economía, admiten un beneficio como saldo.

Freud no rodea de atenuantes su afirmación: "El análisis de la tentativa de suicidio que hemos de considerar absolutamente sincera, pero que en definitiva mejoró la posición de la sujeto...''(10). Quien consulte el texto admitirá que la opinión de Freud no es una opinión; tampoco una objeción moral contra el carácter fallido del intento. De hecho, podríamos afirmar lo mismo sobre otros innumerables suicidas, como Hemingway, Belisario Roldán o Florencio Parravechini, que cumplen su propósito. Se trata allí de la interrupción de un sufrimiento, es decir, de una ganancia de placer (11), aunque sabemos que al introducir un nombre propio relativizamos el papel de ningún modo obvio que a veces se le asigna a una enfermedad incurable.

Sin embargo, no nos parece inútil interrogar los resortes por los que el psicoanálisis ha colaborado en la extensión del término; más aún, nos parece interesante en la medida justamente que esa colaboración no se reduce a los efectos oscurantistas de las múltiples prácticas psicológicas que resignan un poco de su ciencia para inspirarse en la doctrina analítica.

En lo que concierne a la obra de Jacques Lacan, nuestra afirmación se vuelve fácil de constatar, aunque esa facilidad no se pueda reencontrar a la hora de hacer pesar lo que se nos permitirá primero intentar situar: que en la constitución del sujeto se pone en juego, ya sea en la estructura formal o en el campo semántico creado por las metáforas que introducen esa estructura, alguna forma de "suicidio" como advenimiento del sujeto.

No abundaremos en referencias textuales, sólo daremos las pistas necesarias a las que, estamos seguros, el lector podrá sumar muchas otras en la misma dirección. Es un hecho incluso accesible a la observación que el niño no interroga las razones de lo que el otro dice sino como un modo de preguntar qué quiere el otro cuando habla. Esta pregunta por el deseo es una pregunta por donde el deseo se introduce, suspendido y aprehendido en las faltas del discurso del Otro. Lacan ha podido explicar suficientemente que el primer objeto que se propone a este deseo parental cuyo objeto es desconocido, es la propia pérdida del sujeto, y que en el punto de la carencia del Otro, el sujeto ofrece su propia desaparición como respuesta. Según qué se trata de indicar cada vez, hay más de una versión de esta misma condición "melancólica" por la que una pérdida viene a redoblar una falta: que no hay otro modo por el cual puede un sujeto advenir, si no se incluye en la estructura según este juego cuya dialéctica implica su propia desaparición, su "suicidio", como el primer objeto que responde por la carencia del Otro.

En otro lugar el significante unario aparece en el Otro; representa al sujeto para otro significante que tiene como efecto la afanisis del sujeto, es decir, que si en un lugar aparece como sentido, en otro se revela como desaparición. Hay, nos dice Lacan, una cuestión de vida o muerte entre el significante unario y el sujeto en tanto que el significante binario causa su desaparición.

Tal vez aquí los términos utilizados parecen más inequívocamente metafóricos, especialmente si atendemos al hecho de que los mismos se utilizan para presentar una forma singular de la disyunción. Pero demos un paso más: cuando esa disyunción es un vel entre un "yo no pienso" y un "yo no soy", la elección necesaria del primer término es condición para simbolizar la falta del sujeto.

Pero entonces, ¿"vida o muerte" son metáfora, y el sujeto sólo puede faltar en tanto debe simbólicamente faltar? ¿Se podría pues decir lo mismo ahorrándonos las palabras "vida", "muerte", "suicidio"? No lo creemos. Si bien es cierto que esas palabras introducen en el discurso de Lacan una forma de la disyunción, lo hacen justamente en la medida en que las operaciones lógicas (separación, unión, etc.) interpretan las uniones y separaciones del par mítico Eros-Thanatos.

Del mismo modo que el parricidio permitió construir un momento fundante que retorna en la cultura como culpabilidad inapelable de la subjetividad humana, el suicidio es rescatado de su polivalencia empírica para hacerlo jugar como alternativa obligada de la constitución del sujeto. Todos los momentos que el discurso analítico ha aislado y construido como momentos de constitución del sujeto, son todos afanísicos, "suicidarios".

De esto se deriva que el suicidio, como clase de todos los suicidios particulares, no tiene una estructura que lo singularice en su universalidad, lo que no impide que alguna estructura intervenga en la determinación de cada suicidio. Esas estructuras --que la doctrina psicoanalítica reconoce con los nombres de acto fallido, acting out, pasaje al acto y acto-- suelen compartir una referencia en la fenomenología de la clínica que adopta una forma dilemática y se acompaña de la devaluación de un sentido: o la vida se ha vuelto incompatible con algún valor (el honor, las convicciones, la dignidad), o la vida se ha vuelto insostenible por algún sufrimiento (la pérdida que engendra una enfermedad o la muerte de un ser querido, la culpabilidad, la vergüenza).

Decimos que si bien es cierto que en el suicidio se pierde la vida, de ningún modo es ley que se renuncie a la existencia, y por lo mismo, no podemos reducirlo a una economía narcisista. Pero entonces se vuelve necesario distinguir los términos del conflicto (desde los más serios a los más irrisorios) que conducen a la pérdida de la vida, del cese de la existencia que acompaña a esta pérdida: es aquí donde la repetición pone en juego la lógica de una alternativa que es la misma que define el advenimiento del sujeto a la existencia. Pero ¿quién podría saberlo si el sujeto ya ha alcanzado la primera muerte? Indiquemos una vía que no relativiza esta imposibilidad.

"Darse muerte" es una expresión demasiado maltratada. La crítica del reflexivo llevó a traducir el suicidio como homicidio; en nombre de esa misma crítica, autores enamorados de la simetría levantaron la propuesta no exenta de ironía de invertir la relación: el homicidio sería una forma de suicidio. Es un medio rápido de indicar que los efectos devastadores de la psicología no son ajenos a la violencia de una especularidad reversible.

Pero si "darse muerte" sigue siendo una expresión desafortunada, no deja de implicar una pregunta verdadera: ¿la muerte, puede elegirse? Elegir la muerte, no digo perder la vida.

En el discurso analítico, en la obra de Freud y muy especialmente en la de Lacan, la muerte nunca es nada (12) . Y la imposibilidad de representar la propia muerte sólo indica el extremo por el que la existencia se instala en una relación de ajenidad con nuestro ser. Pero entonces, elegir la muerte no es disolución de la existencia sino pasión de ser, aunque la interrupción de la existencia --Freud decía que era un azar constante-- sea el instrumento fantasmático de esa pasión.

Entre la dificultad y el movimiento

Concebir al suicidio como el retorno invertido de una operación lógica que instituye al sujeto por su falta de ser, implica postular una estructura anterior a toda posibilidad de hacer intervenir los factores que la teoría clásica introduce en la explicación del suicidio. La agresividad, el masoquismo, el juego de las identificaciones, los postulados fantasmáticos, quedan subordinados y restringidos al análisis de lo particular.

Hay razones para ello, y la primera es que el "suicidio" no es el nombre de ningún objeto teórico. Pero también podríamos decirlo del homicidio, del exilio o del matrimonio. Y simultáneamente, al subrayar la polivalencia empírica del término, ¿no colaboramos en la disolución de su consistencia imaginaria?. ¿Habría entonces que declarar su inesencialidad, o más bien atribuir al modo de la aproximación que se haya vuelto escurridizo para nosotros? Ninguna de ambas. La significación de la muerte nos parece el obstáculo determinante, y trataremos de despejarlo por la confrontación de los ejemplos.

Un analizante confiesa haber fantaseado con su propia muerte o alguna otra forma de desaparición, y es la ocasión de advertir que él puede "faltarle" al analista. Esto pudo haber sucedido inmediatamente antes o después de un accidente en la calle, y el orden temporal no es de ningún modo indiferente. Si el relato de la ocurrencia es posterior al accidente (y agregáramos los datos que eventualmente lo confirmaran), no habría razones para no designarlo como un acting. Si el accidente es posterior al relato, se añadiría a nuestro ejemplo las condiciones de un pasaje de la escena de la fantasía a la escena de la realidad en la que el sujeto se representa como falta. Aún así, no habría demasiadas objeciones entre los analistas para seguir caracterizándole como acting. Pero si dijéramos que al salir de esa sesión, lo que se llama la fatalidad se aprovecha del mal estado de un semáforo y muere, habríamos perdido el consenso obtenido, aunque no hayamos variado ninguno de los rasgos estructurales de la situación.

Hemos encontrado fuertes resistencias en la literatura analítica a considerar que un acting pueda ser un suicidio, e inversamente, que un suicidio que concluye en la muerte de la persona, sea un acting. Pero las razones son axiológicas y no difieren de las mismas que llevan a tachar de acting un fugaz enamoramiento o una estafa, y a rechazar como tal un matrimonio de 20 años o el ejercicio de una profesión: se arrincona al acting contra el artificio de su teatralidad descuidando cualquier definición estructural y se lo vuelve incompatible con el poder que se le atribuye a la muerte de hacer verdadero lo que le antecede.

Afirmar que quien encuentra la muerte no se ha equivocado de puerta es confundir el determinismo con la fatalidad; esa confusión angustia y esa angustia empuja al analista a solicitar un control, con una frecuencia sorprendentemente mayor que, por ejemplo, motivado por las incomodidades que provoca ser amado por sus pacientes. Dejo anotado que en nuestro ejemplo un acting lleva a la muerte sin que de ningún modo estuviese implicada la significación de la muerte, y aunque la definición de acting a la que nos atenemos (13) lo descarta como entidad psicopatológica, excluye no obstante su presencia en la psicosis.

En el caso del pasaje al acto, y cuando el intento es exitoso (denominación ingrata a la Asociación de ayuda al suicido), la muerte se alcanza fuera de la escena, y los ejemplos más citados provienen de la melancolía.

Duelo y melancolía es un texto escrito después de Adición metapsicológica a la teoría de los sueños, y arrastra su modelo: explicar una afección narcisista por un estado normal, es decir, la melancolía por el afecto que Freud llama normal del duelo. No discutiremos aquí lo que se podría discutir, que lo que Freud llama duelo normal es el duelo en una neurosis obsesiva, y así ocurre porque está interesado en introducir el sadismo como factor explicativo. Por suerte, Freud no se atiene a lo que anuncia y completa la serie de los factores explicativos con la introversión de la libido sobre el yo (por comparación con la esquizofrenia) y la identificación que llama regresiva (por comparación con la histeria). Luego el texto deja aparecer la famosa frase, "la sombra del objeto ha caído sobre el yo", frase que dice que ha habido un traslado de las relaciones entre el yo y el objeto a las relaciones entre la instancia crítica y el yo transformado por esa identificación.

Pero ¿qué significa esa identificación cuando "perdido" es uno de los nombres del objeto y no ya una predicación? Si el yo se identifica al objeto perdido, ¿el yo se pierde? Todo el problema lo hace la palabra "identificación" que debemos reservar para la melancolía, pero también debemos excluirla de la estructura del pasaje al acto del melancólico. Cuando el fantasma se corre dejando al descubierto el agujero enmarcado por donde el sujeto puede arrojarse (y este lugar de agente es indispensable sostener para no confundirlo con la aspiración del vértigo fóbico), hay allí una realización del sujeto completamente ajena a todo lo que sabemos de la identificación.

El "yo no pienso" como nota del pasaje al acto es accesible incluso a la observación, pero no es necesario que esté en juego la significación de la muerte, ni siquiera la muerte como objeto de una demanda.

La estructura del pasaje al acto como forma de suicidio es dominante en la psicosis, pero de ningún modo exclusiva, y el ejemplo más popularizado es el caso de la joven homosexual, ni psicótica, ni melancólica. Aquí, las apreciaciones morales están invertidas, y la "seriedad" del pasaje al acto se encuentra con el fracaso del intento. A su vez, este fracaso no discute la autenticidad subjetiva del intento, y nuevamente tanto el análisis de Freud como la interpretación de Lacan desdeñan el examen de la significación de Ia muerte.

Me resta presentar un suicidio que pueda catalogarse como acto. Recordemos entonces, brevemente, Las tres notas por las que Lacan define al acto:

1) una caracterización topológica: repetición significante, doble bucle en el mismo lugar y en tiempos distintos;

2) que el acto produce la apariencia de que el significante se significa a sí mismo. Esta formuIación parece participar de las apreciaciones valorativas que discutimos; digamos mejor que, en el acto, la división es el representante del sujeto, lo que equivale a afirmar que es un retorno de la operación que define al nombre propio;

3) que el sujeto del acto es el sujeto de la Verleugnung, es decir, que no se reconoce en ese acto, aunque el acto sabe sobre el sujeto.

Si debo extenderme algo más en este caso, se debe a tres razones. La primera es que no pude encontrar un ejemplo de acto en la literatura analítica que pudiera ser una referencia común con el lector. He tratado de compensarlo eligiendo el suicidio más famoso de la historia de Occidente, el de Catón. La segunda, es que la caracterización misma del acto obliga a introducir un nombre propio por donde se introduce toda una historia, accesible para quien consulte las fuentes. La tercera es que si he escogido el nombre de Catón es para discutir calladamente una tendencia, que me parece advertir, a inclinar el acto del lado de la perversión.

Creo adivinar que esa tendencia se produce por aversión a un tono sartreano, ese gesto de trazar una línea para escribir el resultado de las sumas y restas de una vida. El rechazo de ese gesto no me parece fundado. Si la determinación de un hombre de poner punto final a su vida, pretendiendo con esa puntuación abrochar hacia atrás la significación de una historia, puede ser tildada de irrisoria, si incluso la seriedad de la subjetividad comprometida se traduce en un efecto cómico, no es suficiente para negarle a tal suicidio la estructura de un acto. La perversión no es menos cómica ni más seria que la perversa estructura humorística. Por lo demás, si en el acto la división es el representante del sujeto, la representación no es-otra cosa que la salud neurótica definida por la no coincidencia consigo mismo (14)

Catón de Utica

Quien hoy lea a Plutarco (15) sin atender al aparato critico, seguramente necesario en lo que concierne a la historia, se encuentra con un escritor que nivela los acontecimientos públicos con las incidencias domésticas del personaje. No es que el autor lime el relieve de sus diferencias, sino que ambas están subordinadas a un modo de la narración que las presenta como situaciones anecdóticas que han de suministrar los indicios de una personalidad moral. Nunca está claro si Plutarco pretende ser didáctico, o si además lo logra llevado tal vez por el afán de subrayar el valor enseñante de una vida ejemplar.

El conjunto de sus libros tiene un efecto que se distancia, oscilante, de lo que los antropólogos llaman una "historia de vida", informe sobre las costumbres de las gentes, y de los cuadros de época que ofrecían las historias de la cotidianeidad cortesana. Pero cuando se atiende a uno de sus relatos, y aquí consideramos el que hace de la vida de Catón, construye lo que llamaremos un retrato psicológico propio del siglo XIX, una descripción admirativa de las virtudes que no deja de mencionar las debilidades. Y aunque esta psicología no nos ayude, hay que reconocer que Plutarco no desmerece el lugar de la razón en los actos por los que Catón busca acomodar su vida a su pensamiento.

Nos interesa examinar tan sólo el relato de su suicidio, pero importa recordar que Catón gozó, sino de popularidad, de una gran fama antes de su muerte, llegando a pasar su nombre propio al rango de nombre común como metáfora de virtuoso, e incluso "muchos solían decir como por proverbio: Eso no se puede creer, aunque lo diga Catón". (16) Munacio, César por supuesto, Escipión, más tarde Traseas y luego innumerables otros escribieron libros sobre él. Muchos más son los que no han podido dejar de pronunciarse a favor o en contra de su suicidio, desde Lucano, Séneca, San Agustín, Montaigne, Rousseau, Victor Hugo...

¿Qué hay en su muerte para que ella resuene a lo largo de toda la historia de la conciencia de Occidente? (17) Nos parece que se reúnen dos condiciones: en sus razones políticas se encuentran las notas suficientes para convertirlo en una figura clásica, pero las peripecias que esa razón debe afrontar acercan aquel lejano suicidio a la sensibilidad moderna.

Solo en Utica, con el ejército de César en las puertas de la ciudad, habiendo dejado acompañarse por su hijo y algunos amigos, después de haber puesto a salvo a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad, tomó un baño, cenó sentado y mantuvo una larga conversación de sobremesa sobre cuestiones filosóficas que culminó en el examen de las paradojas de los estoicos.

Defendió la posición estoica frente a las objeciones de Demetrio el peripatético, y tal vez allí, por un exceso de celo en la argumentación --Plutarco dice: llevó muy lejos su discurso--, dejó adivinar en forma pública sus propósitos. El silencio y la tristeza que siguió a sus palabras le permitió advertir el efecto indeseado, y presumiblemente no logró desvanecer las sospechas cambiando de tema.

Se despidió de todos, se encerró y tomó, por primera vez esa noche, el diálogo de Platón que trata del alma. Leída ya la mayor parte y no viendo colgada la espada --el hijo la había quitado mientras estaban en la mesa--, pidió a un esclavo que se la trajera y volvió otra vez al libro.

Mandó nuevamente por la espada, y la tardanza le permitió terminar la lectura. Volvió a pedir la espada, e irritado se lastimó la mano pegándole a un esclavo, argumentó con los amigos y rogó al hijo "que no violente a su padre en aquello que no puede persuadirle" (18).

Por fin le entregaron la espada, reconoció el filo, y dijo: Ahora soy mío. Volvió a leer el libro, diciéndose que lo hizo dos veces esa noche. Durmió. Lo despertó Butas diciéndole que había quietud en el puerto:

    más luego que salió Butas, desenvainando la espada, se la pasó por debajo del pecho, y no habiendo tenido la mano bastante fuerza por la hinchazón, no pereció al golpe, sino que cayó de la cama medio moribundo e hizo ruido, por haber derribado una caja de instrumentos geométricos que estaba inmediata, con lo cual, habiéndole sentido los esclavos, empezaron a gritar, y acudieron inmediatamente el hijo y los amigos Viéndole bañado en sangre y que tenía fuera las entrañas, todos se conmovieron terriblemente, y el médico, que también había entrado, como las entrañas estuviesen ilesas, procuró reducirlas y cerrar la herida; pero luego que Catón volvió del desmayo y recobró el sentido, apartó de sí al médico, se rasgó otra vez la herida con las manos, y despedazándose las entrañas, falleció (19)

Es cierto que nada en él vacila, pero la triste necesidad de ser astuto con los que se ama, la violencia contra los esclavos, el esfuerzo al que obligan los amigos de sostener con argumentos de última hora la dura decisión de morir que la razón ya había alcanzado, y especialmente el extremo tan de nuestros días que alcanza un padre al tener que objetar la tentación del hijo de salvarlo de su propia voluntad, ¿no lo advirtió Séneca? ¿No leyó acaso toda esta falta de pulcritud y de limpieza --que solemos reservar para los clásicos-- cuando declara que Júpiter no podría hallar nada más bello sobre la tierra que el suicidio de Catón?

No analizaremos estos detalles, sin por eso atenuar la confusión que aportan, pero no creemos que agregan ninguna ambigüedad a la decisión tomada.

Destaquemos, en cambio, que esa decisión tiene dos referencias enlazadas que no podemos obviar: el triunfo de César, la proximidad del fin de la república y con ello la reducción de la libertad del sabio a la libertad de morir. Pero además el Fedón, es decir, la negación más drástica y tal vez más duradera de esa última libertad.

Tenemos pues a Catón enfrentado a dos enemigos victoriosos: la anticipación de lo que habría de ser el gobierno de uno solo, y la metafísica platónica. Pero las cosas no son tan lineales, pues el gobierno de uno solo llegaría a ser el gobierno de la mayoría, y la metafísica platónica resultaría una resistencia más eficaz contra los abusos de poder que la ética individualista estoica.

Catón muere por las mismas razones por las que ha vivido: defendiendo las libertades de los que eran ciudadanos en la ciudad antigua representados por el Senado. Las leyes de esta república son las que habrán de desaparecer con el triunfo de César, si lo consideramos un antecedente de la formación del Imperio. Se podría argumentar (20) que, no obstante, Catón podría haber salvado su vida, pero precisamente el sentido de su acto residía en sustraerle a César el ejercicio posible de su clemencia para discutirle el derecho de ese ejercicio,

    " ¡Oh Catón! te envidio la gloria de tu muerte, ya que tú no me has querido dejar la de salvarte". La desolación de César es seguramente admirativa, pero es también un lamento político por el que reconoce al enemigo: "No quiero tener nada que agradecer a un tirano --había dicho Catón-- en aquello mismo que es injusto, y no puede menos de serlo, salvando como dueño y señor a los que no era razón dominase'' (21)

El suicidio de Catón es pues obra de la decisión de no retroceder sobre sus convicciones, pero por lo mismo, una tentativa de ofrecer un porvenir a esas convicciones que morían con él. Tal vez, paradójicamente, serán los sucesores históricos de sus enemigos quienes podrán reintegrar esas libertades, no ya para los hombres libres de la ciudad antigua, sino para el individuo universal, devuelto a su suerte particular, el sujeto anónimo cuyos derechos serán codificados por los juristas futuros.

Pero en la época de los Tiranos, cuando su poder era proporcional a la magnitud de sus legiones y a la eficacia de sus métodos de recaudación fiscal, la metafísica platónica ofrecía la oportunidad de una resistencia a ese poder, con el mismo argumento por el que condenaba el suicidio, y que se expone más claramente que en ninguna otra parte en ese libro que Catón leía su última noche. Calcado sobre el derecho de propiedad, el derecho de Dios sobre el hombre hace que de un golpe las diferencias que separan a los hombres por su nacimiento, por su sexo, por sus lazos de parentesco queden subordinadas a la distancia ontológica entre el creador y sus criaturas, pero al mismo tiempo, siendo los hombres una parte de lo que los dioses poseen, cada individuo es una fracción de capital de la que no es dueño, y ya no tiene derecho a destruirse a sí mismo (22) .

El enorme crecimiento geográfico producido por las campañas militares, los enfrentamientos inter-ciudades y muy especialmente el aumento de las presiones de la población urbana, estaban destruyendo la república y exigiendo una nueva organización política, aún cuando pudiéramos imaginar otra suerte militar para César. Estaba también naciendo una nueva moral que restaría su horizonte de verdad al acto de Catón para reducirlo al escándalo de la ostentación.

No seguiremos hasta allí. Pero ¿no decíamos que la moral había logrado arrinconar al suicidio entre la rebeldía y la renuncia? Si antes del psicoanálisis, la psicología tendía a hacer coincidir los limites de la moral con la razón, ahora, en cada circunstancia en la que la razón tiene un lugar prevalente, los psicoanalistas nos precipitamos a hundir todo en el magma del narcisismo. Por supuesto, hay una economía narcisista que gobierna las comunicaciones entre la renuncia y la rebeldía: se renuncia a un futuro del que no se dispone, se rebela frente a un pasado inmodificable. Pero también se rebela ante un futuro y se renuncia a un pasado.

La decisión de Catón implica un fracaso. Pero mucho más aún, es la admisión de un fracaso. ¿No es entonces una renuncia su suicidio cuando parece sellar ese fracaso definitivamente? Pero al revés, ¿no se advierte que ese sello potencia el valor del fracaso hasta sustraerlo al metabolismo que transformaría ese fracaso en la victoria de César? ¿No es esta acaso la gloria que se le escapa a César? Y entonces, nuevamente, pero al revés del revés, ¿no se infiltraría aquí la rebeldía a ese fracaso? Tal vez, pero ¿quién lo sabe? De cualquier forma, nada más lejos de Catón que esa rebeldía que invierte en una situación idealizada un obstáculo real. No se trata de atenuar un fracaso, sino de preservar lo que sin embargo ha fracasado, y hacerlo hasta el extremo de no dejar de sostener en el mismo fracaso lo que ha fracasado. Esto es lo que Lacan llama "un acto sin fracaso" (23).

Desprendiéndolos del narcisismo, hemos querido usar "renuncia" y "rebelión" como nombres de los extremos del vel por el cual, cuando Lacan define al acto, identifica al sujeto con su propia división. Estos nombres no nos parecen menos aptos para designar la doble relación con la realidad que Freud encuentra en la Verleugnung del humorista que, encaminándose a la horca, exclama: ¡Linda manera de comenzar la semana! También aquí podríamos hablar de rebelión y renuncia, pero no nos explicaría por qué la frase nos alcanza como una verdadera creación poética.

Bordes de angustia

Un poco a disgusto, digámoslo, por el estilo de distribución clasificatoria que supone, hemos hecho caer lo que se llama un suicidio en las estructuras que el psicoanálisis nombra acto, acting, pasaje al acto. Digamos ahora porqué. Pero antes, ¿no hemos con ello favorecido paralelamente una especie de disolución del "suicidio"? Y a favor de la jerarquía que sin disimular le concedemos al acto de Catón, ¿no agregaríamos una axiología lacaniana más que apreciaría el acto por encima de las formas de la acción? Intentemos aclararlo por algunas observaciones negativas.

Nada indica que la muerte de Antígona haya sido un suicidio. Antígona pretende encarnar una ley más original que la ley pública (diké, jus), la ley familiar (thémis, fas), y se coloca en situación de hacer lo que ella estima que tiene que hacer. Sabe que las consecuencias de su acto implican su muerte, pero la significación de la muerte es completamente ajena a la estructura de su acto.

El caso de Sócrates nos parece más vacilante, según tengamos como referencia al Fedón o la Apología. En esta última, todo parece más claro: Sócrates no desea morir, pero si la condición de su vida es el abandono de la libertad de filosofar, la muerte le parece el único término elegible. Su defensa no es otra cosa que una demostración de su culpabilidad a los ojos de la acusación y, ¡por una vez!, aquí el acto es filosofar, y le costará la vida. Pero esto es estrictamente, como en el caso de Antígona, una consecuencia ajena al sujeto de ese acto. Por supuesto, tendríamos el recurso de imaginar que la muerte propia habría podido constituirse en un obstáculo que impidiera ese acto, pero entonces no sólo el acto no habría tenido lugar, sino que con ello habríamos perdido a Sócrates si "Sócrates" es el nombre de la significación absoluta que se realiza en ese acto.

Es cierto que "Sócrates" es también el nombre de un individuo y, como cualquier otro, también puede renegar de ese acto. Si bien nunca se desdice, y esto constituye toda su dignidad, en los fragmentos finales de la Apología se distrae platónicamente sugiriendo que tal vez la muerte sea un bien, y se imagina prosiguiendo su plática filosófica con los Inmortales. Esta perspectiva se encuentra aún más acentuada en el Fedón, la construcción metafísica tal vez mejor sistematizada para funcionar como fundamento de la posterior condena religiosa que reconoce en todos los suicidas al siervo que se rebela a abandonar en las manos de un Dios único la hora de su muerte

Cada vez que se encuentre la creencia de una vida más allá de la vida, no es posible hablar de suicidio. Si faltara una razón, ésta nos parece una para negar que la muerte de Sócrates haya sido un suicidio. Pero en este sentido, la matanza colectiva de hace algunos años en Guyana, tampoco lo fue. No es el caso del estoico para quien el carácter eterno de la Ley que rige el universo, no impide la discontinuidad de la conciencia individual.

Se nos podría objetar que la conciencia estoica es una referencia imposible para la subjetividad moderna, pues el suicidio existía en la doctrina. Pero con el rasgo ambiguo y hasta contradictorio que le concedemos, ¿no existe --también para nosotros-- el suicidio en los textos de nuestra cultura? No es lo mismo, seguramente no es lo mismo. Pero entonces, ¿reservaremos el término "suicidio" para aquellos casos que se explican, dan razones por escrito u otros medios? Estamos dispuestos a creer que es una condición necesaria, pero carecemos de una respuesta cierta.

Nuestros últimos párrafos nos han introducido en un campo de problemas ante el cual nuestro texto se detiene. Pero no queremos alimentar la idea consagrada de una "tragedia del suicidio". Mencionemos que el mismo Plutarco, en su De communibas, pero también muchos otros, autorizaba el suicidio en la cumbre de la alegría de una vida feliz. Divergente de ello es la voluntad de tragedia que parece presidir el suicidio de Mishima, tanto más cercano del suicidio por "entusiasmo" como dice Karamasov.

En el brahmanismo, la creación del universo es atribuida al sacrificio de Prajãpati, y Borges ofrece una interpretación asombrosamente cercana de la crucifixión de Cristo, comentando el Bhiatanatos de John Donne (24). Esta referencia a una perspectiva sacrificial, no hace sino bordear otro de los limites de este trabajo, que no se ocupa del nihilismo al estilo de un Olivier en Los Monederos Falsos de Gide, o de la inversión recíproca de las pautas realistas que es posible hallar en los suicidios que figuran en las obras de Maupassant y Flaubert.

Dejamos de lado el suicidio de amor (25), y también la presencia del suicidio en la política, desde los pilotos japoneses de la segunda guerra, el Tchen de Malraux (26) arrojándose con una bomba sobre el auto donde debería hallarse Chang Kai-Chek, hasta el presidente chileno Salvador Allende, quien rehúsa el ofrecimiento militar de fletar un avión para él y su familia que los dejaría fuera del país.

Esta mención precipitada que deja adivinar una serie prácticamente inabordable de cuestiones, apunta menos a subrayar el carácter inconcluso de nuestro trabajo, como a indicar que a ello lo obliga el lugar desde donde se ha originado. Negar la posibilidad de una teoría psicoanalítica del suicidio, ha impedido que nuestro movimiento sea el de la construcción de un concepto; justamente, hemos querido disolver su improbable referencia objetal. Pero también hemos querido presentar una interpretación psicoanalítica del suicidio, lo cual equivalía a situarlo, darle una localización interior al campo donde lo habíamos hallado: entre las dificultades con las que se encuentra la práctica analítica.

Lacan dibuja el cuadro de esas dificultades en el seminario X, y allí ubica el acting y el pasaje al acto haciendo pantalla a la angustia. No hay pues trato del psicoanalista con el suicidio que no pase por la relación que el psicoanalista mantiene con la angustia. Si en aquel cuadro el acto no figura, es porque la angustia surge en ese instante ideal, sólo aislado por el concepto, en que la repetición cesa. Cuando se trate de definir el acto, la repetición ocupará el mismo vértice que la angustia, pero concebida como un vel cuyos términos son precisamente el pasaje al acto y el acting (27).



Notas:

1. A contramano de nuestra aseveración, cfr. el articulo llamado precisamente "Essai sur la signification de la mort par suicide" en Scilcet 1, Du Seuil. Paris, 1968.

2. Freud, S. "Psicopatología de la vida cotidiana". O.C., tomo IIl, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972

3. Lacan, J. "Motivos del crimen paranoico (El crimen de las hermanas Papin)", publicado en el N° 3 de Minotaure, diciembre de 1933. Existe una versión castellana de Ricardo Zelarayán en Cuadernos Sigmund Freud, N° 2/3.Nueva Visión. Bs.As. diciembre de 1972, pp. 133-140.

4 Bachelard, G. "La psychanalyse du feu".N.R.F. París, 1949.

5 .Freud. S. "Consideracioncs sobre la guerra y la muerte". OC. Tomo VI. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972, p. 2110.

6. Séneca. "Epitres a Lucilius" (LXX) Didot Frères. Paris, 1844

7. Un "destino elegible" no es oxímoron para el estoicismo antiguo, quien no encontraba una virtud en la obediencia, sino en el consentimiento. Pero éste no podía alcanzarse sin pasar por la fantasía, en tanto ella es un modo y un momento de la intelección del mundo y de la ley que lo rige y que rige a la fantasía. En el grafo del deseo, Lacan sitúa la estructura de desconocimiento que llama fantasma (los estoicos también disponen de este término diferenciado de la fantasía), en un lugar análogo: el más cercano desde donde se telescopea el punto inaccesible que anota S() [Significante del Otro tachado]

8. Vacilación que se manifiesta en la identificación del deseo del padre con la Ley, y de la ley con el objeto-causa de aquel deseo.

9. Gusmán, L. "Del instrumento al suicidio del objeto", Conjetural 8, noviembre 1985. Ed. Sitio. Bs.As. Admitido el énfasis del texto en destacar el valor significante del instrumento, se le podría no obstante discutir que ocurre así, efectivamente, porque el significante del deseo del Otro adquiere un valor instrumental en el fantasma como medio del suicidio. Así, la materialidad que está en juego en el instrumento-significante es la de la letra, como el mismo texto lo indica en la admirable cita de M. Leiris.

10. Freud, S. "Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina". O. C. , Tomo VII. Biblioteca Nueva. Madrid, 1972.

11. Puede parecer que nuestros ejemplos se apoyen excesivamente en la existencia de una enfermedad incurable, justamente el único de todos los suicidios, el eutanásico, que Platón admitía. Sin embargo, muchas veces la presencia de una enfermedad incurable oficia de pantalla, y hasta puede ofrecer la ocasión de lo que no se origina en ella.

12 Hasta el extremo de que rien fue uno de los primeros nombres que Lacan encontró para el objeto a.

13. La que articula el impedimento con la turbación extrema, para levantar la escena en la que el sujeto se ubica en el lugar del objeto-causa.

14. Las objeciones teóricas a la identificación de lo mismo a lo mismo, encuentran inesperado respaldo en la observación de la experiencia neurótica recogida por Lacan: la frecuencia con que lo inoportuna la mención de su nombre propio.

15. Nuestras citas están recogidas de Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951. Cfr. "Les vies des bommes" ilustres, B. De la Pléiade, tomo II, trad. De Amyot (1559)

16. Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951. Pag. 116.

17. Cfr. Pinguet, M. "La mort volontaire au Japon". Gallimard. Paris, 1984.

18. Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951. pag. 150.

19.Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951.pag.151

20. Pinguet cita una opinión de Thiers que no deja decidir si el oportunismo del político iguala al del historiador: Catón debiera haber hecho lo que él, maniobrar, contemporizar, esperar el momento oportuno, aliarse con Bruto, etc.

21. Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951.pag. 147-8.

22. Igualmente, todavía muy lejos de que el derecho de propiedad lleve a la gente a reivindicar su muerte como un bien propio. La actual apropiación privada de la muerte ha llegado a fomentar las inversiones inmobiliarias que garantizan a los deudos un paisaje de paz en sus visitas conmemorativas.

23. Lacan J. "Télevision", Seuil. París,1974. pp. 66 7.

24. Borges, J.L. "Otras inquisiciones". Cfr. un capitulo del Biatbanatos traducido al español par Ramón Alcalde en Conjetural N° 8, noviembre de 1985.

25 Uno de los más bellos suicidios de amor, es el de Elisa, hija del almirante Brown, quien conoció el amor y la muerte a los 17 años. Se enamoró del capitán Francisco Drummond y en una única entrevista se prometieron matrimonio. Mientras ella comenzaba a bordar su vestido de novia, él marchaba hacia el combate en Monte Santiago comandando el bergantín Independencia. Tres buques Argentinos contra dieciséis brasileros; allí murió el capitán Drummond, el 8 de febrero de 1827, alcanzado por una bala de cañón. Concluyó entonces Elisa su traje de novia y vestida con él, se internó una noche en las aguas del Río de la Plata. (Cfr. de Jimena Sáenz: "Los suicidios argentinos", en Todo es historia, N° 73).

26. La condición humana.

27. Cfr. El semi-grupo de Klein en el seminario sobre El acto analítico [inédito, Seminario de J. Lacan]

domingo, 17 de octubre de 2010

Duelo y melancolía



SIGMUND FREUD:
DUELO & MELANCOLÍA (1915)
«Trauer und Melancholie» Standard Edition(1)
Tras servirnos del sueño como paradigma normal de las perturbaciones anímicas narcisistas, intentaremos ahora echar luz sobre la naturaleza de la melancolía comparándola con un afecto normal: el duelo (2). Pero esta vez tenemos que hacer por adelantado una confesión a fin de que no se sobrestimen nuestras conclusiones. La melancolía, cuya definición conceptual es fluctuante aun en la psiquiatría descriptiva, se presenta en múltiples formas clínicas cuya síntesis en una unidad no parece certificada; y de ellas, algunas sugieren afecciones más somáticas que psicógenas. Prescindiendo de las impresiones que se ofrecen a cualquier observador, nuestro material está restringido a un pequeño número de casos cuya naturaleza psicógena era indubitable. Por eso renunciamos de antemano a pretender validez universal para nuestras conclusiones y nos consolamos con esta reflexión: dados nuestros medios presentes de investigación, difícilmente podríamos hallar algo que no fuera típico, si no para una clase íntegra de afecciones, al menos para un grupo más pequeño de ellas.
La conjunción de melancolía y duelo parece justificada por el cuadro total de esos dos estados (3). También son coincidentes las influencias de la vida que los ocasionan, toda vez que podemos discernirlas. El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en muchas personas se observa, en lugar de duelo, melancolía (y por eso sospechamos en ellas una disposición enfermiza). Cosa muy digna de notarse, además, es que a pesar de que el duelo trae consigo graves desviaciones de la conductanormal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento. Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará, y juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo.
La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo. Este cuadro se aproxima a nuestra comprensión si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de sí. Pero en todo lo demás es lo mismo. El duelo pesaroso, la reacción frente a la pérdida de una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el mundo exterior -en todo lo que no recuerde al muerto-, la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor -en remplazo, se diría, del llorado-, el extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto. Fácilmente se comprende que esta inhibición y este angostamiento del yo expresan una entrega incondicional al duelo que nada deja para otros propósitos y otros intereses. En verdad, si esta conducta no nos parece patológica, ello sólo se debe a que sabemos explicarla muy bien.
Aprobaremos también la comparación que llama «dolido» al talante del duelo. Es probable que su legitimidad nos parezca evidente cuando estemos en condiciones de caracterizar económicamente al dolor (4).
Ahora bien, ¿en qué consiste el trabajo que el duelo opera? Creo que no es exagerado en absoluto imaginarlo del siguiente modo: El examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustituto ya asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo (5). Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que ésta imparte no puede cumplirse enseguida. Se ejecuta pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido (6). ¿Por qué esa operación de compromiso, que es el ejecutar pieza por pieza la orden de la realidad, resulta tan extraordinariamente dolorosa? He ahí algo que no puede indicarse con facilidad en una fundamentación económica. Y lo notable es que nos parece natural este displacer doliente. Pero de hecho, una vez cumplido el trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido (7).
Apliquemos ahora a la melancolía lo que averiguamos en el duelo. En una serie de casos, es evidente que también ella puede ser reacción frente a la pérdida de un objeto amado; en otras ocasiones, puede reconocerse que esa pérdida es de naturaleza más ideal. El objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor (P. ej., el caso de una novia abandonada). Y en otras circunstancias nos creemos autorizados a suponer una pérdida así, pero no atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón podemos pensar que tampoco el enfermo puede apresar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida ocasionadora de la melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él. Esto nos llevaría a referir de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.
En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés se esclarecían totalmente por el trabajo del duelo que absorbía al yo. En la melancolía la pérdida desconocida tendrá por consecuencia un trabajo interior semejante y será la responsable de la inhibición que le es característica. Sólo que la inhibición melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no acertamos a ver lo que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico {Ichgefühl}, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona tan indigna. No juzga que le ha sobrevenido una alteración, sino que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de insignificancia -predominantemente moral- se completa con el insomnio, la repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a todos los seres vivos a aferrarse a la vida.
Tanto en lo científico como en lo terapéutico sería infructuoso tratar de oponérsele al enfermo que promueve contra su yo tales querellas. Es que en algún sentido ha de tener razón y ha de pintar algo que es como a él le parece. No podemos menos que refrendar plenamente algunos de sus asertos. Es en realidad todo lo falto de interés, todo lo incapaz de amor y de trabajo que él dice. Pero esto es, según sabemos, secundario; es la consecuencia de ese trabajo interior que devora a su yo, un trabajo que desconocemos, comparable al del duelo. También en algunas otras de sus autoimputaciones nos parece que tiene razón y aún que capta la verdad con más claridad que otros, no melancólicos. Cuando en una autocrítica extremada se pinta como insignificantucho, egoísta, insincero, un hombre dependiente que sólo se afanó en ocultar las debilidades de su condición, quizás en nuestro fuero interno nos parezca que se acerca bastante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual uno tendría que enfermarse para alcanzar una verdad así. Es que no hay duda; el que ha dado en apreciarse de esa manera y lo manifiesta ante otros -una apreciación que el príncipe Hamlet hizo de sí mismo y de sus prójimos (8)-, ése está enfermo, ya diga la verdad o sea más o menos injusto consigo mismo. Tampoco es difícil notar que entre la medida de la autodenigración y su justificación real no hay, a juicio nuestro, correspondencia alguna. La mujer antes cabal, meritoria y penetrada de sus deberes, no hablará, en la melancolía, mejor de sí misma que otra en verdad inservible para todo, y aun quizá sea más proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien nada bueno sabríamos decir. Por último, tiene que resultarnos llamativo que el melancólico no se comporte en un todo como alguien que hace contrición de arrepentimiento y de autorreproche. Le falta (o al menos no es notable en él) la vergüenza en presencia de los otros, que sería la principal característica de este último estado. En el melancólico podría casi destacarse el rasgo opuesto, el de una acuciante franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.
Lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa rebaja de sí mismo, hasta donde esa crítica coincide con el juicio de los otros. Más bien importa que esté describiendo correctamente su situación psicológica. Ha perdido el respeto por sí mismo y tendrá buenas razones para ello. Esto nos pone ante una contradicción que nos depara un enigma difícil de solucionar. Siguiendo la analogía con el duelo, deberíamos inferir que él ha sufrido una pérdida en el objeto; pero de sus declaraciones surge una pérdida en su yo.
Antes de abordar esta contradicción, detengámonos un momento en la mirada que esta afección, la melancolía, nos ha permitido echar en la constitución íntima del yo humano. Vemos que una parte del yo se contrapone a la otra, la aprecia críticamente, la toma por objeto, digamos. Y todas nuestras ulteriores observaciones corroborarán la sospecha de que la instancia crítica escindida del yo en este caso podría probar su autonomía también en otras situaciones. Hallaremos en la realidad fundamento para separar esa instancia del resto del yo. Lo que aquí se nos da a conocer es la instancia que usualmente se llama conciencia moral; junto con la censura de la conciencia y con el examen de realidad la contaremos entre las grandes instituciones del yo (9), y en algún lugar hallaremos también las pruebas de que puede enfermarse ella sola. El cuadro nosológico de la melancolía destaca el desagrado moral con el propio yo por encima de otras tachas: quebranto físico, fealdad, debilidad, inferioridad social, rara vez son objeto de esa apreciación que el enfermo hace de sí mismo; sólo el empobrecimiento ocupa un lugar privilegiado entre sus temores o aseveraciones.
Una observación nada difícil de obtener nos lleva ahora a esclarecer la contradicción antes presentada [al final del penúltimo párrafo]. Si con tenacidad se presta oídos a las querellas que el paciente se dirige, llega un momento en que no es posible sustraerse a la impresión de que las más fuertes de ellas se adecuan muy poco a su propia persona y muchas veces, con levísimas modificaciones, se ajustan a otra persona a quien el enfermo ama, ha amado o amaría.
Y tan pronto se indaga el asunto, él corrobora esta conjetura. Así, se tiene en la mano la clave del cuadro clínico si se disciernen los autorreproches como reproches contra un objeto de amor, que desde éste han rebotado sobre el yo propio.
La mujer que conmisera en voz alta a su marido por estar atado a una mujer de tan nulas prendas quiere quejarse, en verdad, de la falta de valía de él, en cualquier sentido que se la entienda. No es mucha maravilla que entre los autorreproches revertidos haya diseminados algunos genuinos; pudieron abrirse paso porque ayudan a encubrir a los otros y a imposibilitar el conocimiento de la situación, y aún provienen de los pros y contras que se sopesaron en la disputa de amor que culminó en su pérdida. También la conducta de los enfermos se hace ahora mucho más comprensible. Sus quejas {KIagen} son realmente querellas {Anklagen}, en el viejo sentido del término. Ellos no se avergüenzan ni se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en el fondo lo dicen de otro. Y bien lejos están de dar pruebas frente a quienes los rodean de esa postración y esa sumisión, las únicas actitudes que convendrían a personas tan indignas; más bien son martirizadores en grado extremo, se muestran siempre como afrentados y como sí hubieran sido objeto de una gran injusticia. Todo esto es posible exclusivamente porque las reacciones de su conducta provienen siempre de la constelación anímica de la revuelta, que después, por virtud de un cierto proceso, fueron trasportadas a la contrición melancólica.
Ahora bien, no hay dificultad alguna en reconstruir este proceso. Hubo una elección de objeto, una ligadura de la libido a una persona determinada; por obra de una afrenta real o un desengaño de parte de la persona amada sobrevino un sacudimiento de ese vínculo de objeto. El resultado no fue el normal, que habría sido un quite de la libido de ese objeto y su desplazamiento a uno nuevo, sino otro distinto, que para producirse parece requerir varias condiciones. La investidura de objeto resultó poco resistente, fue cancelada, pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que se retiró sobre el yo. Pero ahí no encontró un uso cualquiera, sino que sirvió para establecer una identificación del yo con el objeto resignado. La sombra del objeto cayó sobre el yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular (10) como un objeto, como el objeto abandonado. De esa manera, la pérdida del objeto hubo de mudarse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la persona amada, en una bipartición entre el yo crítico y el yo alterado por identificación.
Hay algo que se colige inmediatamente de las premisas y resultados de tal proceso. Tiene que haber existido, por un lado, una fuerte fijación en el objeto de amor y, por el otro y en contradicción a ello, una escasa resistencia de la investidura de objeto. Según una certera observación de Otto Rank, esta contradicción parece exigir que la elección de objeto se haya cumplido sobre una base narcisista, de tal suerte que la investidura de objeto pueda regresar al narcisismo si tropieza con dificultades. La identificación narcisista con el objeto se convierte entonces en el sustituto de la investidura de amor, lo cual trae por resultado que el vínculo de amor no deba resignarse a pesar del conflicto con la persona amada. Un sustituto así del amor de objeto por identificación es un mecanismo importante para las afecciones narcisistas; hace poco tiempo Karl Landauer ha podido descubrirlo en el proceso de curación de una esquizofrenia ( 1914). Desde luego, corresponde a la regresión desde un tipo de elección de objeto al narcisismo originario. En otro lugar hemos consignado que la identificación es la etapa previa de la elección de objeto y es el primer modo, ambivalente en su expresión, como el yo distingue a un objeto. Querría incorporárselo, en verdad, por la vía de la devoración, de acuerdo con la fase oral o canibálica del desarrollo libidinal (11). A esa trabazón reconduce Abraham, con pleno derecho, la repulsa de los alimentos que se presenta en la forma grave del estado melancólico (12).
La inferencia que la teoría pide, a saber, que en todo o en parte la disposición a contraer melancolía se remite al predominio del tipo narcisista de elección de objeto, desdichadamente aún no ha sido confirmada por la investigación. En las frases iniciales de este estudio confesé que el material empírico en que se basa es insuficiente para garantizar nuestras pretensiones. Si pudiéramos suponer que la observación concuerda con las deducciones que hemos hecho, no vacilaríamos en incluir dentro de la característica de la melancolía la regresión desde la investidura de objeto hasta la fase oral de la libido que pertenece todavía al narcisismo. Tampoco son raras en las neurosis de trasferencia identificaciones con el objeto, y aun constituyen un conocido mecanismo de la formación de síntoma, sobre todo en el caso de la histeria. Pero tenemos derecho a diferenciar la identificación narcisista de la histérica porque en la primera se resigna la investidura de objeto, mientras que en la segunda esta persiste y exterioriza un efecto que habitualmente está circunscrito a ciertas acciones e inervaciones singulares. De cualquier modo, también en las neurosis de trasferencia la identificación expresa una comunidad que puede significar amor. La identificación narcisista es la más originaria, y nos abre la comprensión de la histérica, menos estudiada (13).
Por tanto, la melancolía toma prestados una parte de sus caracteres del duelo, y la otra parte de la regresión desde la elección narcisista de objeto hasta el narcisismo. Por un lado, como el duelo, es reacción frente a la pérdida real del objeto de amor, pero además depende de una condición que falta al duelo normal o lo convierte, toda vez que se presenta, en un duelo patológico. La pérdida del objeto de amor es una ocasión privilegiada para que campee y salga a la luz la ambivalencia de los vínculos de amor (14). Y por eso, cuando preexiste la disposición a la neurosis obsesiva, el conflicto de ambivalencia presta al duelo una conformación patológica y lo compele a exteriorizarse en la forma de unos autorreproches, a saber, que uno mismo es culpable de la pérdida del objeto de amor, vale decir, que la quiso. En esas depresiones de cuño obsesivo tras la muerte de personas amadas se nos pone por delante eso que el conflicto de ambivalencia opera por sí solo cuando no es acompañado por el recogimiento regresivo de la libido. Las ocasiones de la melancolía rebasan las más de las veces el claro acontecimiento de la pérdida por causa de muerte y abarcan todas las situaciones de afrenta, de menosprecio y de desengaño en virtud de las cuales puede instilarse en el vínculo una oposición entre amor y odio o reforzarse una ambivalencia preexistente. Este conflicto de ambivalencia, de origen más bien externo unas veces, más bien constitucional otras, no ha de pasarse por alto entre las premisas de la melancolía. Si el amor por el objeto -ese amor que no puede resignarse al par que el objeto mismo es resignado- se refugia en la identificación narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo insultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando en este sufrimiento una satisfacción sádica. Ese automartirio de la melancolía, inequívocamente gozoso, importa, en un todo como el fenómeno paralelo de la neurosis obsesiva, la satisfacción de tendencias sádicas y de tendencias al odio (15) que recaen sobre un objeto y por la vía indicada han experimentado una vuelta hacia la persona propia. En ambas afecciones suelen lograr los enfermos, por el rodeo de la autopunición, desquitarse de los objetos originarios y martirizar a sus amores por intermedio de su condición de enfermos, tras haberse entregado a la enfermedad a fin de no tener que mostrarles su hostilidad directamente. Y por cierto, la persona que provocó la perturbación afectiva del enfermo y a la cual apunta su ponerse enfermo se hallará por lo común en su ambiente más inmediato. Así, la investidura de amor del melancólico en relación con su objeto ha experimentado un destino doble; por una parte ha regresado a la identificación, pero, por otra parte, bajo la influencia del conflicto de ambivalencia, fue trasladada hacia atrás, hacia la etapa del sadismo más próxima a ese conflicto.
Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación al suicidio por la cual la melancolía se vuelve tan interesante y... peligrosa. Hemos individualizado como el estado primordial del que parte la vida pulsional un amor tan enorme del yo por sí mismo, y en la angustia que sobreviene a consecuencia de una amenaza a la vida vemos liberarse un monto tan gigantesco de libido narcisista, que no entendemos que ese yo pueda avenirse a su autodestrucción. Desde hace mucho sabíamos que ningún neurótico registra propósitos de suicidio que no vuelvan sobre sí mismo a partir del impulso de matar a otro, pero no comprendíamos el juego de fuerzas por el cual un propósito así pueda ponerse en obra. Ahora el análisis de la melancolía nos enseña que el yo sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la investidura de objeto puede tratarse a sí mismo como un objeto, si le es permitido dirigir contra sí mismo esa hostilidad que recae sobre un objeto y subroga la reacción originaria del yo hacia objetos del mundo exterior. Así, en la regresión desde la elección narcisista de objeto, este último fue por cierto cancelado, pero probó ser más poderoso que el yo mismo. En las dos situaciones contrapuestas del enamoramiento más extremo y del suicidio, el yo, aunque por caminos enteramente diversos, es sojuzgado por el objeto (16).
Además, respecto de uno de los caracteres llamativos de la melancolía, el predominio de la angustia de empobrecimiento, es sugerente admitir que deriva del erotismo anal arrancado de sus conexiones y mudado en sentido regresivo.
La melancolía nos plantea todavía otras preguntas cuya respuesta se nos escapa en parte. La mancomuna al duelo este rasgo: pasado cierto tiempo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas registrables. Con relación a aquel nos enteramos de que se necesita tiempo para ejecutar detalle por detalle la orden que dimana del examen de realidad; y cumplido ese trabajo, el yo ha liberado su libido del objeto perdido. Un trabajo análogo podemos suponer que ocupa al yo durante la melancolía; aquí como allí nos falta la comprensión económica del proceso. El insomnio de la melancolía es sin duda testimonio de la pertinacia de ese estado, de la imposibilidad de efectuar el recogimiento general de las investiduras que el dormir requiere. El complejo melancólico se comporta como una herida abierta (17), atrae hacia sí desde todas partes energías de investidura (que en las neurosis de trasferencia hemos llamado « contra investiduras » ) y vacía al yo hasta el empobrecimiento total; es fácil que se muestre resistente contra el deseo de dormir del yo. Un factor probablemente somático, que no ha de declararse psicógeno, es el alivio que por regla general recibe ese estado al atardecer. Estas elucidaciones plantean un interrogante: si una pérdida del yo sin miramiento por el objeto (una afrenta del yo puramente narcisista) no basta para producir el cuadro de la melancolía, y si un empobrecimiento de la libido yoica, provocado directamente por toxinas, no puede generar ciertas formas de la afección.
La peculiaridad más notable de la melancolía, y la más menesterosa de esclarecimiento, es su tendencia a volverse del revés en la manía, un estado que presenta los síntomas opuestos. Según se sabe, no toda melancolía tiene ese destino. Muchos casos trascurren con recidivas periódicas, y en los intervalos no se advierte tonalidad alguna de manía, o se la advierte sólo en muy escasa medida. Otros casos muestran esa alternancia regular de fases melancólicas y maníacas que ha llevado a diferenciar la insania cíclica. Estaríamos tentados de no considerar estos casos como psicógenos si no fuera porque el trabajo psicoanalítico ha permitido resolver la génesis de muchos de ellos, así como influirlos en sentido terapéutico. Por tanto, no sólo es lícito, sino hasta obligatorio, extender un esclarecimiento analítico de la melancolía también a la manía.
No puedo prometer que ese intento se logre plenamente. Es que no va más allá de la posibilidad de una primera orientación. Aquí se nos ofrecen dos puntos de apoyo: el primero es una impresión psicoanalítica, y el otro, se estaría autorizado a decir, una experiencia económica general. La impresión, formulada ya por varios investigadores psicoanalíticos, es esta: la manía no tiene un contenido diverso de la melancolía, y ambas afecciones pugnan con el mismo «complejo», al que el yo probablemente sucumbe en la melancolía, mientras que en la manía lo ha dominado o lo ha hecho a un lado. El otro apoyo nos lo brinda la experiencia según la cual en todos los estados de alegría, júbilo o triunfo, que nos ofrecen el paradigma normal de la manía, puede reconocerse idéntica conjunción de condiciones económicas. En ellos entra en juego un influjo externo por el cual un gasto psíquico grande, mantenido por largo tiempo o realizado a modo de un hábito, se vuelve por fin superfluo, de suerte que queda disponible para múltiples aplicaciones y posibilidades de descarga. Por ejemplo: cuando una gran ganancia de dinero libera de pronto a un pobre diablo de la crónica preocupación por el pan de cada día, cuando una larga y laboriosa brega se ve coronada al fin por el éxito, cuando se llega a la situación de poder librarse de golpe de una coacción oprimente, de una disimulación arrastrada de antiguo, etc. Esas situaciones se caracterizan por el empinado talante, las marcas de una descarga del afecto jubiloso y una mayor presteza para emprender toda clase de acciones, tal como ocurre en la manía y en completa oposición a la depresión y a la inhibición propias de la melancolía. Podemos atrevernos a decir que la manía no es otra cosa que un triunfo así, sólo que en ella otra vez queda oculto para el yo eso que él ha vencido y sobre lo cual triunfa. A la borrachera alcohólica, que se incluye en la misma serie de estados, quizá se la pueda entender de idéntico modo (en la medida en que sea alegre); es probable que en ella se cancelen, por vía tóxica, unos gastos de represión. Los legos se inclinan a suponer que en tal complexión maníaca se está tan presto a moverse y a acometer empresas porque se tiene «brío». Desde luego, hemos de resolver ese falso enlace. Lo que ocurre es que en el interior de la vida anímica se ha cumplido la mencionada condición económica, y por eso se está de talante tan alegre, por un lado, y tan desinhibido en el obrar, por el otro.
Si ahora reunimos esas dos indicaciones (18), resulta lo siguiente: En la manía el yo tiene que haber vencido a la pérdida del objeto (o al duelo por la pérdida, o quizás al objeto mismo), y entonces queda disponible todo el monto de contrainvestidura que el sufrimiento dolido de la melancolía había atraído sobre sí desde el yo y había ligado. Cuando parte, voraz, a la búsqueda de nuevas investiduras de objeto, el maníaco nos demuestra también inequívocamente su emancipación del objeto que le hacía penar.
Este esclarecimiento suena verosímil, pero, en primer lugar, está todavía muy poco definido y, en segundo, hace añorar más preguntas y dudas nuevas que las que podemos nosotros responder. No queremos eludir su discusión, aun si no cabe esperar que a través de ella hallaremos el camino hacia la claridad.
En primer término: El duelo normal vence sin duda la pérdida del objeto y mientras persiste absorbe de igual modo todas las energías del yo. ¿Por qué después que trascurrió no se establece también en él, limitadamente, la condición económica para una fase de triunfo? Me resulta imposible responder a esa objeción de improviso. Ella nos hace notar que ni siquiera podemos decir cuáles son los medios económicos por los que el duelo consuma su tarea; pero quizá pueda valernos aquí una conjetura. Para cada uno de los recuerdos y de las situaciones de expectativa que muestran a la libido anudada con el objeto perdido, la realidad pronuncia su veredicto: El objeto ya no existe más; y el yo, preguntado, por así decir, si quiere compartir ese destino, se deja llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el estar con vida y desata su ligazón con el objeto aniquilado. Podemos imaginar que esa desatadura se cumple tan lentamente y tan paso a paso que, al terminar el trabajo, también se ha disipado el gasto que requería (19).
Es tentador buscar desde esa conjetura sobre el trabajo del duelo el camino hacia una figuración del trabajo melancólico. Aquí nos ataja de entrada una incertidumbre. Hasta ahora apenas hemos considerado el punto de vista tópico en el caso de la melancolía, ni nos hemos preguntado por los sistemas psíquicos en el interior de los cuales y entre los cuales se cumple su trabajo. ¿Cuánto de los procesos psíquicos de la afección se juega todavía en las investiduras de objeto inconcientes que se resignaron, y cuánto dentro del yo, en el sustituto de ellas por identificación?
Se discurre de inmediato y con facilidad se consigna: la « representación (cosa) {Dingvorstellung} (20) inconciente del objeto es abandonada por la libido». Pero en realidad esta representación se apoya en incontables representaciones singulares (sus huellas inconcientes), y la ejecución de ese quite de libido no puede ser un proceso instantáneo, sino, sin duda, como en el caso del duelo, un proceso lento que avanza poco a poco. ¿Comienza al mismo tiempo en varios lugares o implica alguna secuencia determinada? No es fácil discernirlo; en los análisis puede comprobarse a menudo que ora este recuerdo, ora este otro, son activados, y que esas quejas monocordes, fatigantes por su monotonía, provienen empero en cada caso de una diversa raíz inconciente. Sí el objeto no tiene para el yo una importancia tan grande, una importancia reforzada por millares de lazos, tampoco es apto para causarle un duelo o una melancolía. Ese carácter, la ejecución pieza por pieza del desasimiento de la libido, es por tanto adscribible a la melancolía de igual modo que al duelo; probablemente se apoya en las mismas proporciones económicas y sirve a idénticas tendencias.
Pero la melancolía, como hemos llegado a saber, contiene algo más que el duelo normal. La relación con el objeto no es en ella simple; la complica el conflicto de ambivalencia. Esta es o bien constitucional, es decir, inherente a todo vínculo de amor de este yo, o nace precisamente de las vivencias que conllevan la amenaza de la pérdida del objeto. Por eso la melancolía puede surgir en una gama más vasta de ocasiones que el duelo, que por regla general sólo es desencadenado por la pérdida real, la muerte del objeto. En la melancolía se urde una multitud de batallas parciales por el objeto; en ellas se enfrentan el odio y el amor, el primero pugna por desatar la libido del objeto, y el otro por salvar del asalto esa posición libidinal. A estas batallas parciales no podemos situarlas en otro sistema que el Ics [Inconsciente], el reino de las huellas mnémicas de cosa {sachliche Erinnerungspuren} (a diferencia de las investiduras de palabra). Ahí mismo se efectúan los intentos de desatadura en el duelo, pero en este caso nada impide que tales procesos prosigan por el camino normal que atraviesa el subconsciente hasta llegar a la conciencia. Este camino está bloqueado para el trabajo melancólico, quizás a consecuencia de una multiplicidad de causas o de la conjunción de estas. La ambivalencia constitucional pertenece en sí y por sí a lo reprimido, mientras que las vivencias traumáticas con el objeto pueden haber activado otro [material] reprimido. Así, de estas batallas de ambivalencia, todo se sustrae de la conciencia hasta que sobreviene el desenlace característico de la melancolía. Este consiste, como sabemos, en que la investidura libidinal amenazada abandona finalmente al objeto, pero sólo para retirarse al lugar del yo del cual había partido. De este modo el amor se sustrae de la cancelación por su huida al interior del yo. Tras esta regresión de la libido, el proceso puede devenir conciente y se representa {repräsentiert} ante la conciencia como un conflicto entre una parte del yo y la instancia crítica.
Por consiguiente, lo que la conciencia experimenta del trabajo melancólico no es la pieza esencial de éste, ni aquello a lo cual podemos atribuir una influencia sobre la solución de la enfermedad. Vemos que el yo se menosprecia y se enfurece contra sí mismo, y no comprendemos más que el enfermo adónde lleva eso y cómo puede cambiarse. Es más bien a la pieza inconciente del trabajo a la que podemos« adscribir una operación tal; en efecto, no tardamos en discernir una analogía esencial entre el trabajo de la melancolía y el del duelo. Así como el duelo mueve al yo a renunciar al objeto declarándoselo muerto y ofreciéndole como premio el permanecer con vida, de igual modo cada batalla parcial de ambivalencia afloja la fijación de la libido al objeto desvalorizando este, rebajándolo; por así decir, también victimizándolo. De esa manera se da la posibilidad de que el pleito {Prozess} se termine dentro del Ics [Inconsciente], sea después que la furia se desahogó, sea después que se resignó el objeto por carente de valor. No vemos todavía cuál de estas dos posibilidades pone fin a la melancolía regularmente o con la mayor frecuencia, ni el modo en que esa terminación influye sobre la ulterior trayectoria del caso. Tal vez el yo pueda gozar de esta satisfacción: le es lícito reconocerse como el mejor, como superior al objeto.
Por más que aceptemos esta concepción del trabajo melancólico, ella no nos proporciona la explicación que buscábamos. Esperábamos derivar de la ambivalencia que reina en la afección melancólica la condición económica merced a la cual, una vez trascurrida aquella, sobreviene la manta; esa expectativa pudo apoyarse en analogías extraídas de otros diversos ámbitos, pero hay un hecho frente al cual debe inclinarse. De las tres premisas de la melancolía: pérdida del objeto, ambivalencia y regresión de la libido al yo, a las dos primeras las reencontramos en los reproches obsesivos tras acontecimientos de muerte. Ahí, sin duda alguna, es la ambivalencia el resorte del conflicto, y la observación muestra que, expirado éste, no resta nada parecido al triunfo de una complexión maníaca. Nos vemos remitidos, pues, al tercer factor como el único eficaz. Aquella acumulación de investidura antes ligada que se libera al término del trabajo melancólico y posibilita la manía tiene que estar en trabazón estrecha con la regresión de la libido al narcisismo. El conflicto en el interior del yo, que la melancolía recibe a canje de la lucha por el objeto, tiene que operar a modo de una herida dolorosa que exige una contrainvestidura grande en extremo. Pero aquí, de nuevo, será oportuno detenernos y posponer el ulterior esclarecimiento de la manía hasta que hayamos obtenido una intelección sobre la naturaleza económica del dolor, primero del corporal, y después del anímico, su análogo (21). Sabemos ya que la íntima trabazón en que se encuentran los intrincados problemas del alma nos fuerza a interrumpir, inconclusa, cada investigación, hasta que los resultados de otra puedan venir en su ayuda (22).

La negrita ha sido añadida por mí, a fin de destacar algunas ideas fundamentales para el Seminario sobre "Saturno/Kronos & el don de la menlancolía" (Enrique Eskenazi)
NOTAS
1 por James Strachey
2 [El término alemán «Trauer», como el inglés «mourning» {y el castellano «duelo»}, puede significar tanto el afecto penoso como su manifestación exterior.]
3 Abraham (1912), a quien debemos el más importante entre los escasos estudios analíticos sobre este tema, también adoptó esta comparación como punto de partida. [El propio Freud la había hecho en 1910 e incluso antes, (Cf. mi «Nota introductoria».]
4 [Cf «La represión» (1915d).]
5 Véase el artículo precedente.
6 [Esta idea parece haber sido expresada ya en Estudios sobre la histeria (1895d): Freud describe un proceso similar en su discusión del historial clínico de Elisabeth von R. (AE, 2, págs. 175-6).]
7 [Véase más adelante un examen de la economía de este proceso.]
8 «Dad a cada hombre el trato que se merece, y ¿quién se salvaría de ser azotado?» (HamIet, acto II, escena 2).
9 [Cf. «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños» (1917d).].
10 [En la primera edición (1917), esta palabra no aparecía.]
11 [Cf «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c). Cf. también mi «Nota introductoria»].
12 [Abraham llamó por primera vez la atención de Freud sobre esto en una carta que le dirigió el 31 de marzo de 1915. Cf. Sigmund Freud / Karl Abraham. Briefe 1907 bis 1926 (Freud, 1965a, pág. 208).]
13 [El tema de la identificación fue abordado luego por Freud en Psicología de las masas (1921c), AE, 18, págs. 99 y sigs. Sobre la identificación histérica hay una descripción temprana en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 4, págs. 167-8.].
14 [Gran parte de lo que sigue es examinado con más detalle en el capítulo V de El yo y el ello (1923b).]
15 Sobre la distinción entre ambas, véase mi artículo «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c).
16 [Freud vuelve sobre el tema del suicidio en el capítulo V de El yo y el ello (1923b), AE, 19, pág. 54, y en «El problema económico del masoquismo».
17 [Esta analogía de la herida abierta aparece ya (ilustrada con dos diagramas) en un temprano apunte sobre la melancolía, probablemente escrito en enero de 1895 (Freud, 1950a, Manuscrito G), AE, 1, págs. 245-6. Cf. mi «Nota introductoria».]
18 [La «impresión psicoanalítica» y la «experiencia económica general».]
19 El punto de vista económico ha recibido hasta ahora poca atención en los escritos psicoanalíticos. Mencionaré como excepción un artículo de Víctor Tausk (1913a) sobre la desvalorización, por recompensa, de los motivos de la represión.
20 [Cf. «Lo inconciente» (1915e). {Véase también la nota de la traducción castellana.].
21 [Cf. «La represión» (1915d).]
22 [Nota agregada en 1925:] Cf. una continuación de este examen de la manía en Psicología de las masas y análisis del yo (1921c) AE, 18, págs. 123-6].

Ernest Jones (1955, págs. 367-8) nos informa que Freud le expuso el tema del presente artículo en enero de 1914, y habló sobre él en la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 30 de diciembre de ese año. En febrero de 1915 escribió un primer borrador. Lo remitió a Abraham (cf. Freud, 1965a, págs. 206-7 y 211-2), quien le envió extensos comentarios; entre ellos, la importante sugerencia de una conexión entre la melancolía y la etapa oral de la libido. El borrador final quedó completado el 4 de mayo de 1915, pero, como el del artículo anterior, fue publicado dos años después.
En época muy temprana (probablemente en enero de 1895), Freud había enviado a Fliess un detallado intento de explicar la melancolía (término bajo el cual Freud incluía, por lo común, lo que ahora suele describirse como estados de depresión) en términos puramente neurológicos (Freud, 1950a, Manuscrito G), AE, 1, págs. 239-46.
Este intento no resultó muy fructífero, y pronto fue remplazado por un enfoque psicológico. Apenas dos años más tarde, nos encontramos con uno de los casos más notables de anticipación de los hechos por parte de Freud. Ocurre en un manuscrito, también dirigido a Fliess y titulado «Anotaciones III». Consignemos que en este manuscrito, fechado el 31 de mayo de 1897, aparece prefigurado por primera vez el complejo de Edipo (Freud, 1950a, Manuscrito N), AE, 1, pág. 296. El pasaje en cuestión, tan denso en significado que por momentos resulta oscuro, merece ser citado en forma completa:
«Los impulsos hostiles hacia los padres (deseo de que mueran) son, de igual modo, un elemento integrante de la neurosis. añoran concientemente como representación obsesiva. En la paranoia les corresponde lo más insidioso del delirio de persecución (desconfianza patológica de los gobernantes y los monarcas). Estos impulsos son reprimidos en tiempos en que se suscita compasión por los padres: enfermedad, muerte de ellos. Entonces es una exteriorización del duelo hacerse reproches por su muerte (las llamadas melancolías), o castigarse histéricamente, mediante la idea de la retribución, con los mismos estados [de enfermedad] que ellos han tenido. La identificación que así sobreviene no es otra cosa, como se ve, que un modo del pensar, y no vuelve superflua la búsqueda del motivo».