Interpretación psicoanalítica del suicidio
Jorge Jinkis
Conjetural. Revista psicoanalítica Nº 10
Agosto de 1986. Ediciones Sitio. Buenos Aires.
Difícilmente algún analista no se haya visto concernido en alguna forma por el suicidio de un analizante, ya sea que este haya consumado la intención de poner término a su vida, que la tentativa haya fracasado, que el suicidio fuera apenas esgrimido como ostentatoria amenaza o ni siquiera ensayado por "miedo a la muerte".
Especialmente en los dos primeros casos, y sin necesidad de sentirse culpable, el analista tampoco querrá resignar toda responsabilidad. Sin embargo, no podrá designarla con precisión, y escapando a la tentación de imaginar un desenlace diferente "si hubiera hecho otra cosa", se compromete en la búsqueda de una causa. Invariablemente, encuentra demasiadas.
La frecuencia de este resultado acentúa nuestra inclinación a suponer que lo que Freud llamaba el enigma del suicidio, en momento ya avanzado de su obra, se reduce a que, de las múltiples significaciones que el análisis encuentra, no puede hacer de ninguna de ellas la significación privativa del suicidio.
Si bien descartamos que se le pueda atribuir una economía típica, una estructura normativa y especialmente una dinámica que valorice alguna significación universal, intentaremos no desatender que la experiencia lo presenta como un hecho pleno de sentido, muchas veces sin sentido. Esta descolocación enigmática, parece haber ayudado a tipificar las reacciones pecado, delito, reacción psicótica. Y si el discurso está menos codificado, los vapores hipócritas de la culpa y la vergüenza rodean al suicidio de un aura que envuelve a los íntimos en un secreto que no sabe lo que guarda, o lo eleva a la dignidad de un misterio que es una de las mistificaciones públicas de la muerte.
La moral corriente ha encerrado al suicidio entre la rebeldía y la renuncia, pero no es otra cosa que el modo en que el drama ha psicologizado la tragedia. Sin embargo, si recordamos que la envergadura real del héroe trágico no se revela cuando acata el destino ni cuando se rebela a él, sino cuando puede elegir una opción necesaria, aquella moral tan fácilmente criticable encuentra inesperado sostén en una lógica de la decisión que, en el suicidio anuda la muerte con la libertad.
Nuestra consideración del suicidio intentará situarse un paso más acá del examen de su significación, y postulará ese paso como condición indispensable de su abordaje, al menos para el psicoanalista. Pero ¿por qué nuestra proposición se sostiene de ejemplos --los hemos buscado accesibles a todos-- que se interpretan por sus diferencias?
Hay dos razones. La primera hace al valor que le adjudicamos a nuestra tesis: en la medida en que afirmamos que no puede haber, de derecho, una teoría psicoanalítica del suicidio (otra cosa es una interpretación), y en tanto el analista no construye un saber sobre el otro, sino que está implicado en una práctica que procura dialectizar las relaciones del sujeto con los significantes de su historia, ¿cómo dejar de introducir los nombres propios? Pero al revés, basta mencionar alguno para que la significación que pueda despejarse sea inherente a los valores que estructuran ese nombre como historia. Y sin embargo, cuando el suicidio es un acto en el sentido estricto que Lacan le asigna, resulta un retorno de lo que el mismo Lacan define como operación del nombre propio.
La segunda razón, el lector podrá apreciarla por sí solo: que las respuestas que hemos hallado no terminan de aquietar nuestras preguntas.
El suicidio como síntoma
Con la solo excepción de Juanito, ninguno de los grandes historiales de Freud deja de incluir alguna referencia al suicidio: ya sea como hecho consumado (la hermana del Hombre de los lobos); como modo lúcido de interrumpir el sufrimiento (intentos de Schreber por ahogarse en el baño); como impulsos obsesivos (analizados como mandamientos reactivos a una violenta cólera en el Hombre de las ratas, lo que para Freud atenúa el riesgo cierto de suicidio en la neurosis obsesiva); en tanto intención comunicada, como método de chantaje y solicitación de auxilio (identificación parcial de Dora con su padre); como tentativas a veces impropiamente consideradas "fallidas" (las de Ana 0. después de la muerte de su padre o el pasaje al acto de la joven homosexual).
Cómo no subrayar que en cada uno de estos casos, en todos ellos, Freud desatiende la significación de la muerte posible-imposible. Y es oportuno agregar que lo hace por las mejores razones: pues cada vez se trata de un análisis, y esta singularidad, que no deja de poner en juego a la muerte, sustrae la posibilidad de objetivar "la significación de la muerte por suicidio" (1) para encontrar una significación del suicidio más acá de la muerte.
Aquella desatención es, pues, de principio, y desalienta cualquier hipótesis sobre un desinterés o rechazo de Freud por el suicidio. En este sentido, es indicativa la suerte que le tocó en sus textos al suicidio por el que seguramente se encontró más tempranamente concernido: el de un paciente que puso término a su vida por una perturbación sexual incurable. La frase del paciente se liga a fantasías sobre sexualidad y muerte, y Freud calla esta anécdota en el transcurso de una conversación con un compañero de viaje sobre la valoración que hacen los turcos de la sexualidad. El esfuerzo por olvidar el suicidio le hace olvidar el nombre del pintor de los frescos ade Orvieto. Cuenta este episodio a su amigo Fliess (septiembre de 1898), y lo publica meses después ("El mecanismo psíquico de los olvidos"). En ambas oportunidades omite la noticia del suicidio del paciente como desencadenante especifico del olvido, hasta que vuelve a escribir todo en 1901 y lo ofrece como el primer ejemplo por el que se abre La psicopatología de la vida cotidiana.
Al recorrer las observaciones de Freud sobre el suicidio, puede señalarse que, en un sentido poco estricto del término, es tratado como un síntoma. Freud encuentra significaciones particulares, y esto implica que el sentido hallado no puede universalizarse como significación del suicidio. Pero esta afirmación, que es válida para cualquier síntoma, no dice que el suicidio lo sea. Ocurre que sus múltiples significaciones no se dejan reducir a una estructura en la que pueda delegarse la responsabilidad de producirlas. Y en esto se distingue de cualquier síntoma.
Esta afirmación no se atenúa si recordamos la diferencia que hace entre los actos de término erróneo (Vergreifen), en los que el efecto fallido revela el extravío de la intención, y los actos sintomáticos y casuales, donde la acción total parece inadecuada a su fin (2). Salvando los casos de suicidios concientemente intencionados, todos los otros quedan incluidos en la primera categoría, pero esta diferencia descriptiva carece para Freud mismo de consecuencias teóricas.
El neokleinismo implica un paso atrás y un paso adelante en relación a esta concepción. Sus análisis siempre terminan por encontrar algún sentido que sitúan como causalidad del suicidio y así se equivocan, pero ya no es claro ni unívoco que los autores lo traten como síntoma. Aparecen los términos de actuación, acting, reacción que, lejos de ser figuras de alguna prudencia, ofrecen no obstante la pista de una nueva dirección malgastada por adscribir lo que llaman "conductas" a patologías determinadas.
Cuando los autores reúnen los factores que Freud ha nombrado como intervinientes en distintos suicidios (sadismo, agresividad, vuelta contra sí mismo, identificación histérica y melancólica, fracaso de los instintos de autoconservación, pulsión de muerte, castigo por culpabilidad inconsciente, parricidio, etc.), resulta obvio que es imposible organizarlos. Tratan entonces esta reunión como "sobredeterminación", pero sin poder detectar las operaciones específicas que suelen delatar la pertenencia de un síntoma a un campo definido por una estrategia del deseo, y sin lograr que su producción heterogénea conduzca a una teoría de su formación.
Concluir entonces, como parece necesario hacerlo, que el suicidio no es un síntoma, exige aclarar por qué es necesario negarlo, más allá de que alguna literatura analítica, de un modo vago y vacilante, le haya conferido ese estatuto. Esa confusión pudo producirse por el lugar prevalente que adquieren las significaciones propiamente imaginarias en la economía subjetiva del suicidio.
La muerte imaginada
"Seré un gran muerto..." anunciaba Jacques Rigaut antes de darse muerte, y desafiaba: "Intentad, si podéis, atender a un hombre que viaja con su suicidio en el ojal". Ha pasado el dandismo como ha dejado de usarse sombrero, y ya no se lleva tan ligeramente el suicidio por los salones literarios. Sin embargo, la fascinación por un gesto irremediable permanece, amoldándose a circunstancias tal vez menos elegantes y triviales que renuevan motivos e intenciones.
Hay relatos talentosos (Drieu la Rochelle, Mishima), que muestran a la muerte albergada en el misterio de objetos cotidianos, en los rincones melancólicos y furtivos de una infancia que se adelanta, experimental en las infracciones, humillada en las renuncias, pero siempre primero huraña a las formas sociales del duelo, y luego aprendiendo a pretextarse a sí misma en el comercio con el mundo. Se aprende a borrar, a justificar, lo que muchas veces fue una primera aparición gratuita de una tentación inexplicable.
Pero el suicidio, no importa que permanezca severamente apartado de cualquier intrusión indiscreta o, al contrario, entremezclado entre los más triviales sentimientos que llegan a hacer una convención del género, el suicidio nunca abandona esa primera morada que ha encontrado en la suficiencia de una imaginación íntima, si no secreta. El suicidio, no la muerte.
La mayoría de las veces el crimen, incluso el crimen escrupulosamente planeado, hasta el crimen que se considera premeditado, acontece. Es algo que sobreviene. La historia de sus protagonistas queda incluida entre las circunstancias del caso, y si el mismo alcanza los relieves trágicos de la fatalidad, el estallido del acontecimiento se muestra apto para ser recogido por la escena literaria: antes que las hermanas Papin se transfiguraran en Las criadas de Genet, Lacan había publicado su ensayo en una revista literaria (3) .
La llamada antropología psiquiátrica deja advertir que, por encima de los rasgos jurídicos y policiales, si el crimen se acompaña con tanta frecuencia de calificativos nocturnos, no es porque la oscuridad se reduzca al valor instrumental del amparo que ofrece la falta de luz, sino porque la noche es parte de la división social del tiempo. Esto no quite poder al símbolo; en todo caso lo acrecienta y hace del crimen una de las coordenadas públicas de la muerte.
Al contrario, las sanciones religiosas y jurídicas que hacen del suicidio un crimen, testimonian de un esfuerzo fallido par socializarlo. Cualquiera sea su repercusión pública, el suicidio parece pertenecer siempre al ámbito privado. Para hacer esta diferencia, no es preciso atender al sentimiento generalizado de que la difusión de un suicidio trasgrede un pudor indispensable. Y sin embargo, hay allí un índice que debemos valorar, pues esa impudicia que sin esfuerzo alcanza la obscenidad, nos dice que la imaginación está comprometida.
El suicidio, tantas veces demorado, tantas veces anticipado en su morosa renovación, es el ámbito de la muerte imaginada (4). Pero precisamente no hay allí otros límites que los que confinan con el movimiento al que están entregadas las formas imaginarias en la infinitud multiplicada de inversiones reversibles. ¿Cómo no perderse en ese laberinto espejeado? ¿Y cómo no volver a perderse tentados de jerarquizar alguna significación que nos ponga de espaldas a los espejos que reintegran nuestra imagen al juego incontrolable?
Esta proliferación es correlato de la afirmación freudiana: "La muerte propia es, desde luego, inimaginable, y cuantas veces lo intentamos podemos observar que continuamos siendo en ello meros espectadores''(5). Pero si así se excluye el carácter propio de la muerte inapropiable, podemos entonces darnos todos los gustos, imaginando: "Tratándose de la muerte --dice Séneca--, debemos sujetarnos a nuestra fantasía. La mejor muerte es la que más nos guste... La obra maestra de la ley eterna es haber procurado varias salidas a la vida del hombre, que sólo tiene una entrada" (6)
No analizaremos la postura ética del estoico que dice que la ley es un "destino elegible", pero recordemos que el mismo texto de Freud citado anteriormente culmina con el consejo increíblemente cercano: "Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte"(7). Y sin embargo, no es la imaginación el resorte de esta libertad.
Para atenernos a un ejemplo conocido, en el análisis de la tentativa de suicidio de la joven homosexual, centrado alrededor de la significación del niederkommen como "parir", Freud reúne las características del síntoma: realización del deseo inconsciente, compromiso y sobredeterminación. E incluso cuando Lacan mismo explica que no se trata de un síntoma, pero atiende a la significación, hallamos la misma vacilación (8).
Si se quiere restringir el análisis al examen de la significación no es necesario salir del campo de la fantasía, y esto es lo que hace la pertinencia de muchos análisis de corte kleiniano. Pero si el gusto no es el capricho ni la fantasía un adorno del ser, resulta irnprescindible reconocer que la imaginación encuentra limites, y con ello que su determinación anida en la exterioridad de los elementos que la determinan. Un texto de Luis Gusmán (9) ha advertido aquí lo esencial: que el examen de los medios de suicidio era una puerta de entrada al análisis estructural que Jacques Lacan ofrece del fantasma.
El suicidio, pasión de ser
Es fácil constatar que en la progresiva psicologización de los discursos circulantes en nuestra cultura, desde la literatura hasta la política, la palabra "suicidio", tanto en sus formas verbales como nominales llega a ser empleada, hasta por los mismos psicoanalistas, para designar cualquier conducta apreciada como contraria a lo que se considera los intereses propios del sujeto.
Este abuso se extiende hasta el despropósito cuando cualquier comportamiento no lucrativo ni útil es calificado de suicidio, y este extremo resulta tanto más irrisorio cuanto muchos suicidios, de estar sujetos a esta economía, admiten un beneficio como saldo.
Freud no rodea de atenuantes su afirmación: "El análisis de la tentativa de suicidio que hemos de considerar absolutamente sincera, pero que en definitiva mejoró la posición de la sujeto...''(10). Quien consulte el texto admitirá que la opinión de Freud no es una opinión; tampoco una objeción moral contra el carácter fallido del intento. De hecho, podríamos afirmar lo mismo sobre otros innumerables suicidas, como Hemingway, Belisario Roldán o Florencio Parravechini, que cumplen su propósito. Se trata allí de la interrupción de un sufrimiento, es decir, de una ganancia de placer (11), aunque sabemos que al introducir un nombre propio relativizamos el papel de ningún modo obvio que a veces se le asigna a una enfermedad incurable.
Sin embargo, no nos parece inútil interrogar los resortes por los que el psicoanálisis ha colaborado en la extensión del término; más aún, nos parece interesante en la medida justamente que esa colaboración no se reduce a los efectos oscurantistas de las múltiples prácticas psicológicas que resignan un poco de su ciencia para inspirarse en la doctrina analítica.
En lo que concierne a la obra de Jacques Lacan, nuestra afirmación se vuelve fácil de constatar, aunque esa facilidad no se pueda reencontrar a la hora de hacer pesar lo que se nos permitirá primero intentar situar: que en la constitución del sujeto se pone en juego, ya sea en la estructura formal o en el campo semántico creado por las metáforas que introducen esa estructura, alguna forma de "suicidio" como advenimiento del sujeto.
No abundaremos en referencias textuales, sólo daremos las pistas necesarias a las que, estamos seguros, el lector podrá sumar muchas otras en la misma dirección. Es un hecho incluso accesible a la observación que el niño no interroga las razones de lo que el otro dice sino como un modo de preguntar qué quiere el otro cuando habla. Esta pregunta por el deseo es una pregunta por donde el deseo se introduce, suspendido y aprehendido en las faltas del discurso del Otro. Lacan ha podido explicar suficientemente que el primer objeto que se propone a este deseo parental cuyo objeto es desconocido, es la propia pérdida del sujeto, y que en el punto de la carencia del Otro, el sujeto ofrece su propia desaparición como respuesta. Según qué se trata de indicar cada vez, hay más de una versión de esta misma condición "melancólica" por la que una pérdida viene a redoblar una falta: que no hay otro modo por el cual puede un sujeto advenir, si no se incluye en la estructura según este juego cuya dialéctica implica su propia desaparición, su "suicidio", como el primer objeto que responde por la carencia del Otro.
En otro lugar el significante unario aparece en el Otro; representa al sujeto para otro significante que tiene como efecto la afanisis del sujeto, es decir, que si en un lugar aparece como sentido, en otro se revela como desaparición. Hay, nos dice Lacan, una cuestión de vida o muerte entre el significante unario y el sujeto en tanto que el significante binario causa su desaparición.
Tal vez aquí los términos utilizados parecen más inequívocamente metafóricos, especialmente si atendemos al hecho de que los mismos se utilizan para presentar una forma singular de la disyunción. Pero demos un paso más: cuando esa disyunción es un vel entre un "yo no pienso" y un "yo no soy", la elección necesaria del primer término es condición para simbolizar la falta del sujeto.
Pero entonces, ¿"vida o muerte" son metáfora, y el sujeto sólo puede faltar en tanto debe simbólicamente faltar? ¿Se podría pues decir lo mismo ahorrándonos las palabras "vida", "muerte", "suicidio"? No lo creemos. Si bien es cierto que esas palabras introducen en el discurso de Lacan una forma de la disyunción, lo hacen justamente en la medida en que las operaciones lógicas (separación, unión, etc.) interpretan las uniones y separaciones del par mítico Eros-Thanatos.
Del mismo modo que el parricidio permitió construir un momento fundante que retorna en la cultura como culpabilidad inapelable de la subjetividad humana, el suicidio es rescatado de su polivalencia empírica para hacerlo jugar como alternativa obligada de la constitución del sujeto. Todos los momentos que el discurso analítico ha aislado y construido como momentos de constitución del sujeto, son todos afanísicos, "suicidarios".
De esto se deriva que el suicidio, como clase de todos los suicidios particulares, no tiene una estructura que lo singularice en su universalidad, lo que no impide que alguna estructura intervenga en la determinación de cada suicidio. Esas estructuras --que la doctrina psicoanalítica reconoce con los nombres de acto fallido, acting out, pasaje al acto y acto-- suelen compartir una referencia en la fenomenología de la clínica que adopta una forma dilemática y se acompaña de la devaluación de un sentido: o la vida se ha vuelto incompatible con algún valor (el honor, las convicciones, la dignidad), o la vida se ha vuelto insostenible por algún sufrimiento (la pérdida que engendra una enfermedad o la muerte de un ser querido, la culpabilidad, la vergüenza).
Decimos que si bien es cierto que en el suicidio se pierde la vida, de ningún modo es ley que se renuncie a la existencia, y por lo mismo, no podemos reducirlo a una economía narcisista. Pero entonces se vuelve necesario distinguir los términos del conflicto (desde los más serios a los más irrisorios) que conducen a la pérdida de la vida, del cese de la existencia que acompaña a esta pérdida: es aquí donde la repetición pone en juego la lógica de una alternativa que es la misma que define el advenimiento del sujeto a la existencia. Pero ¿quién podría saberlo si el sujeto ya ha alcanzado la primera muerte? Indiquemos una vía que no relativiza esta imposibilidad.
"Darse muerte" es una expresión demasiado maltratada. La crítica del reflexivo llevó a traducir el suicidio como homicidio; en nombre de esa misma crítica, autores enamorados de la simetría levantaron la propuesta no exenta de ironía de invertir la relación: el homicidio sería una forma de suicidio. Es un medio rápido de indicar que los efectos devastadores de la psicología no son ajenos a la violencia de una especularidad reversible.
Pero si "darse muerte" sigue siendo una expresión desafortunada, no deja de implicar una pregunta verdadera: ¿la muerte, puede elegirse? Elegir la muerte, no digo perder la vida.
En el discurso analítico, en la obra de Freud y muy especialmente en la de Lacan, la muerte nunca es nada (12) . Y la imposibilidad de representar la propia muerte sólo indica el extremo por el que la existencia se instala en una relación de ajenidad con nuestro ser. Pero entonces, elegir la muerte no es disolución de la existencia sino pasión de ser, aunque la interrupción de la existencia --Freud decía que era un azar constante-- sea el instrumento fantasmático de esa pasión.
Entre la dificultad y el movimiento
Concebir al suicidio como el retorno invertido de una operación lógica que instituye al sujeto por su falta de ser, implica postular una estructura anterior a toda posibilidad de hacer intervenir los factores que la teoría clásica introduce en la explicación del suicidio. La agresividad, el masoquismo, el juego de las identificaciones, los postulados fantasmáticos, quedan subordinados y restringidos al análisis de lo particular.
Hay razones para ello, y la primera es que el "suicidio" no es el nombre de ningún objeto teórico. Pero también podríamos decirlo del homicidio, del exilio o del matrimonio. Y simultáneamente, al subrayar la polivalencia empírica del término, ¿no colaboramos en la disolución de su consistencia imaginaria?. ¿Habría entonces que declarar su inesencialidad, o más bien atribuir al modo de la aproximación que se haya vuelto escurridizo para nosotros? Ninguna de ambas. La significación de la muerte nos parece el obstáculo determinante, y trataremos de despejarlo por la confrontación de los ejemplos.
Un analizante confiesa haber fantaseado con su propia muerte o alguna otra forma de desaparición, y es la ocasión de advertir que él puede "faltarle" al analista. Esto pudo haber sucedido inmediatamente antes o después de un accidente en la calle, y el orden temporal no es de ningún modo indiferente. Si el relato de la ocurrencia es posterior al accidente (y agregáramos los datos que eventualmente lo confirmaran), no habría razones para no designarlo como un acting. Si el accidente es posterior al relato, se añadiría a nuestro ejemplo las condiciones de un pasaje de la escena de la fantasía a la escena de la realidad en la que el sujeto se representa como falta. Aún así, no habría demasiadas objeciones entre los analistas para seguir caracterizándole como acting. Pero si dijéramos que al salir de esa sesión, lo que se llama la fatalidad se aprovecha del mal estado de un semáforo y muere, habríamos perdido el consenso obtenido, aunque no hayamos variado ninguno de los rasgos estructurales de la situación.
Hemos encontrado fuertes resistencias en la literatura analítica a considerar que un acting pueda ser un suicidio, e inversamente, que un suicidio que concluye en la muerte de la persona, sea un acting. Pero las razones son axiológicas y no difieren de las mismas que llevan a tachar de acting un fugaz enamoramiento o una estafa, y a rechazar como tal un matrimonio de 20 años o el ejercicio de una profesión: se arrincona al acting contra el artificio de su teatralidad descuidando cualquier definición estructural y se lo vuelve incompatible con el poder que se le atribuye a la muerte de hacer verdadero lo que le antecede.
Afirmar que quien encuentra la muerte no se ha equivocado de puerta es confundir el determinismo con la fatalidad; esa confusión angustia y esa angustia empuja al analista a solicitar un control, con una frecuencia sorprendentemente mayor que, por ejemplo, motivado por las incomodidades que provoca ser amado por sus pacientes. Dejo anotado que en nuestro ejemplo un acting lleva a la muerte sin que de ningún modo estuviese implicada la significación de la muerte, y aunque la definición de acting a la que nos atenemos (13) lo descarta como entidad psicopatológica, excluye no obstante su presencia en la psicosis.
En el caso del pasaje al acto, y cuando el intento es exitoso (denominación ingrata a la Asociación de ayuda al suicido), la muerte se alcanza fuera de la escena, y los ejemplos más citados provienen de la melancolía.
Duelo y melancolía es un texto escrito después de Adición metapsicológica a la teoría de los sueños, y arrastra su modelo: explicar una afección narcisista por un estado normal, es decir, la melancolía por el afecto que Freud llama normal del duelo. No discutiremos aquí lo que se podría discutir, que lo que Freud llama duelo normal es el duelo en una neurosis obsesiva, y así ocurre porque está interesado en introducir el sadismo como factor explicativo. Por suerte, Freud no se atiene a lo que anuncia y completa la serie de los factores explicativos con la introversión de la libido sobre el yo (por comparación con la esquizofrenia) y la identificación que llama regresiva (por comparación con la histeria). Luego el texto deja aparecer la famosa frase, "la sombra del objeto ha caído sobre el yo", frase que dice que ha habido un traslado de las relaciones entre el yo y el objeto a las relaciones entre la instancia crítica y el yo transformado por esa identificación.
Pero ¿qué significa esa identificación cuando "perdido" es uno de los nombres del objeto y no ya una predicación? Si el yo se identifica al objeto perdido, ¿el yo se pierde? Todo el problema lo hace la palabra "identificación" que debemos reservar para la melancolía, pero también debemos excluirla de la estructura del pasaje al acto del melancólico. Cuando el fantasma se corre dejando al descubierto el agujero enmarcado por donde el sujeto puede arrojarse (y este lugar de agente es indispensable sostener para no confundirlo con la aspiración del vértigo fóbico), hay allí una realización del sujeto completamente ajena a todo lo que sabemos de la identificación.
El "yo no pienso" como nota del pasaje al acto es accesible incluso a la observación, pero no es necesario que esté en juego la significación de la muerte, ni siquiera la muerte como objeto de una demanda.
La estructura del pasaje al acto como forma de suicidio es dominante en la psicosis, pero de ningún modo exclusiva, y el ejemplo más popularizado es el caso de la joven homosexual, ni psicótica, ni melancólica. Aquí, las apreciaciones morales están invertidas, y la "seriedad" del pasaje al acto se encuentra con el fracaso del intento. A su vez, este fracaso no discute la autenticidad subjetiva del intento, y nuevamente tanto el análisis de Freud como la interpretación de Lacan desdeñan el examen de la significación de Ia muerte.
Me resta presentar un suicidio que pueda catalogarse como acto. Recordemos entonces, brevemente, Las tres notas por las que Lacan define al acto:
1) una caracterización topológica: repetición significante, doble bucle en el mismo lugar y en tiempos distintos;
2) que el acto produce la apariencia de que el significante se significa a sí mismo. Esta formuIación parece participar de las apreciaciones valorativas que discutimos; digamos mejor que, en el acto, la división es el representante del sujeto, lo que equivale a afirmar que es un retorno de la operación que define al nombre propio;
3) que el sujeto del acto es el sujeto de la Verleugnung, es decir, que no se reconoce en ese acto, aunque el acto sabe sobre el sujeto.
Si debo extenderme algo más en este caso, se debe a tres razones. La primera es que no pude encontrar un ejemplo de acto en la literatura analítica que pudiera ser una referencia común con el lector. He tratado de compensarlo eligiendo el suicidio más famoso de la historia de Occidente, el de Catón. La segunda, es que la caracterización misma del acto obliga a introducir un nombre propio por donde se introduce toda una historia, accesible para quien consulte las fuentes. La tercera es que si he escogido el nombre de Catón es para discutir calladamente una tendencia, que me parece advertir, a inclinar el acto del lado de la perversión.
Creo adivinar que esa tendencia se produce por aversión a un tono sartreano, ese gesto de trazar una línea para escribir el resultado de las sumas y restas de una vida. El rechazo de ese gesto no me parece fundado. Si la determinación de un hombre de poner punto final a su vida, pretendiendo con esa puntuación abrochar hacia atrás la significación de una historia, puede ser tildada de irrisoria, si incluso la seriedad de la subjetividad comprometida se traduce en un efecto cómico, no es suficiente para negarle a tal suicidio la estructura de un acto. La perversión no es menos cómica ni más seria que la perversa estructura humorística. Por lo demás, si en el acto la división es el representante del sujeto, la representación no es-otra cosa que la salud neurótica definida por la no coincidencia consigo mismo (14)
Catón de Utica
Quien hoy lea a Plutarco (15) sin atender al aparato critico, seguramente necesario en lo que concierne a la historia, se encuentra con un escritor que nivela los acontecimientos públicos con las incidencias domésticas del personaje. No es que el autor lime el relieve de sus diferencias, sino que ambas están subordinadas a un modo de la narración que las presenta como situaciones anecdóticas que han de suministrar los indicios de una personalidad moral. Nunca está claro si Plutarco pretende ser didáctico, o si además lo logra llevado tal vez por el afán de subrayar el valor enseñante de una vida ejemplar.
El conjunto de sus libros tiene un efecto que se distancia, oscilante, de lo que los antropólogos llaman una "historia de vida", informe sobre las costumbres de las gentes, y de los cuadros de época que ofrecían las historias de la cotidianeidad cortesana. Pero cuando se atiende a uno de sus relatos, y aquí consideramos el que hace de la vida de Catón, construye lo que llamaremos un retrato psicológico propio del siglo XIX, una descripción admirativa de las virtudes que no deja de mencionar las debilidades. Y aunque esta psicología no nos ayude, hay que reconocer que Plutarco no desmerece el lugar de la razón en los actos por los que Catón busca acomodar su vida a su pensamiento.
Nos interesa examinar tan sólo el relato de su suicidio, pero importa recordar que Catón gozó, sino de popularidad, de una gran fama antes de su muerte, llegando a pasar su nombre propio al rango de nombre común como metáfora de virtuoso, e incluso "muchos solían decir como por proverbio: Eso no se puede creer, aunque lo diga Catón". (16) Munacio, César por supuesto, Escipión, más tarde Traseas y luego innumerables otros escribieron libros sobre él. Muchos más son los que no han podido dejar de pronunciarse a favor o en contra de su suicidio, desde Lucano, Séneca, San Agustín, Montaigne, Rousseau, Victor Hugo...
¿Qué hay en su muerte para que ella resuene a lo largo de toda la historia de la conciencia de Occidente? (17) Nos parece que se reúnen dos condiciones: en sus razones políticas se encuentran las notas suficientes para convertirlo en una figura clásica, pero las peripecias que esa razón debe afrontar acercan aquel lejano suicidio a la sensibilidad moderna.
Solo en Utica, con el ejército de César en las puertas de la ciudad, habiendo dejado acompañarse por su hijo y algunos amigos, después de haber puesto a salvo a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad, tomó un baño, cenó sentado y mantuvo una larga conversación de sobremesa sobre cuestiones filosóficas que culminó en el examen de las paradojas de los estoicos.
Defendió la posición estoica frente a las objeciones de Demetrio el peripatético, y tal vez allí, por un exceso de celo en la argumentación --Plutarco dice: llevó muy lejos su discurso--, dejó adivinar en forma pública sus propósitos. El silencio y la tristeza que siguió a sus palabras le permitió advertir el efecto indeseado, y presumiblemente no logró desvanecer las sospechas cambiando de tema.
Se despidió de todos, se encerró y tomó, por primera vez esa noche, el diálogo de Platón que trata del alma. Leída ya la mayor parte y no viendo colgada la espada --el hijo la había quitado mientras estaban en la mesa--, pidió a un esclavo que se la trajera y volvió otra vez al libro.
Mandó nuevamente por la espada, y la tardanza le permitió terminar la lectura. Volvió a pedir la espada, e irritado se lastimó la mano pegándole a un esclavo, argumentó con los amigos y rogó al hijo "que no violente a su padre en aquello que no puede persuadirle" (18).
Por fin le entregaron la espada, reconoció el filo, y dijo: Ahora soy mío. Volvió a leer el libro, diciéndose que lo hizo dos veces esa noche. Durmió. Lo despertó Butas diciéndole que había quietud en el puerto:
más luego que salió Butas, desenvainando la espada, se la pasó por debajo del pecho, y no habiendo tenido la mano bastante fuerza por la hinchazón, no pereció al golpe, sino que cayó de la cama medio moribundo e hizo ruido, por haber derribado una caja de instrumentos geométricos que estaba inmediata, con lo cual, habiéndole sentido los esclavos, empezaron a gritar, y acudieron inmediatamente el hijo y los amigos Viéndole bañado en sangre y que tenía fuera las entrañas, todos se conmovieron terriblemente, y el médico, que también había entrado, como las entrañas estuviesen ilesas, procuró reducirlas y cerrar la herida; pero luego que Catón volvió del desmayo y recobró el sentido, apartó de sí al médico, se rasgó otra vez la herida con las manos, y despedazándose las entrañas, falleció (19)
Es cierto que nada en él vacila, pero la triste necesidad de ser astuto con los que se ama, la violencia contra los esclavos, el esfuerzo al que obligan los amigos de sostener con argumentos de última hora la dura decisión de morir que la razón ya había alcanzado, y especialmente el extremo tan de nuestros días que alcanza un padre al tener que objetar la tentación del hijo de salvarlo de su propia voluntad, ¿no lo advirtió Séneca? ¿No leyó acaso toda esta falta de pulcritud y de limpieza --que solemos reservar para los clásicos-- cuando declara que Júpiter no podría hallar nada más bello sobre la tierra que el suicidio de Catón?
No analizaremos estos detalles, sin por eso atenuar la confusión que aportan, pero no creemos que agregan ninguna ambigüedad a la decisión tomada.
Destaquemos, en cambio, que esa decisión tiene dos referencias enlazadas que no podemos obviar: el triunfo de César, la proximidad del fin de la república y con ello la reducción de la libertad del sabio a la libertad de morir. Pero además el Fedón, es decir, la negación más drástica y tal vez más duradera de esa última libertad.
Tenemos pues a Catón enfrentado a dos enemigos victoriosos: la anticipación de lo que habría de ser el gobierno de uno solo, y la metafísica platónica. Pero las cosas no son tan lineales, pues el gobierno de uno solo llegaría a ser el gobierno de la mayoría, y la metafísica platónica resultaría una resistencia más eficaz contra los abusos de poder que la ética individualista estoica.
Catón muere por las mismas razones por las que ha vivido: defendiendo las libertades de los que eran ciudadanos en la ciudad antigua representados por el Senado. Las leyes de esta república son las que habrán de desaparecer con el triunfo de César, si lo consideramos un antecedente de la formación del Imperio. Se podría argumentar (20) que, no obstante, Catón podría haber salvado su vida, pero precisamente el sentido de su acto residía en sustraerle a César el ejercicio posible de su clemencia para discutirle el derecho de ese ejercicio,
" ¡Oh Catón! te envidio la gloria de tu muerte, ya que tú no me has querido dejar la de salvarte". La desolación de César es seguramente admirativa, pero es también un lamento político por el que reconoce al enemigo: "No quiero tener nada que agradecer a un tirano --había dicho Catón-- en aquello mismo que es injusto, y no puede menos de serlo, salvando como dueño y señor a los que no era razón dominase'' (21)
El suicidio de Catón es pues obra de la decisión de no retroceder sobre sus convicciones, pero por lo mismo, una tentativa de ofrecer un porvenir a esas convicciones que morían con él. Tal vez, paradójicamente, serán los sucesores históricos de sus enemigos quienes podrán reintegrar esas libertades, no ya para los hombres libres de la ciudad antigua, sino para el individuo universal, devuelto a su suerte particular, el sujeto anónimo cuyos derechos serán codificados por los juristas futuros.
Pero en la época de los Tiranos, cuando su poder era proporcional a la magnitud de sus legiones y a la eficacia de sus métodos de recaudación fiscal, la metafísica platónica ofrecía la oportunidad de una resistencia a ese poder, con el mismo argumento por el que condenaba el suicidio, y que se expone más claramente que en ninguna otra parte en ese libro que Catón leía su última noche. Calcado sobre el derecho de propiedad, el derecho de Dios sobre el hombre hace que de un golpe las diferencias que separan a los hombres por su nacimiento, por su sexo, por sus lazos de parentesco queden subordinadas a la distancia ontológica entre el creador y sus criaturas, pero al mismo tiempo, siendo los hombres una parte de lo que los dioses poseen, cada individuo es una fracción de capital de la que no es dueño, y ya no tiene derecho a destruirse a sí mismo (22) .
El enorme crecimiento geográfico producido por las campañas militares, los enfrentamientos inter-ciudades y muy especialmente el aumento de las presiones de la población urbana, estaban destruyendo la república y exigiendo una nueva organización política, aún cuando pudiéramos imaginar otra suerte militar para César. Estaba también naciendo una nueva moral que restaría su horizonte de verdad al acto de Catón para reducirlo al escándalo de la ostentación.
No seguiremos hasta allí. Pero ¿no decíamos que la moral había logrado arrinconar al suicidio entre la rebeldía y la renuncia? Si antes del psicoanálisis, la psicología tendía a hacer coincidir los limites de la moral con la razón, ahora, en cada circunstancia en la que la razón tiene un lugar prevalente, los psicoanalistas nos precipitamos a hundir todo en el magma del narcisismo. Por supuesto, hay una economía narcisista que gobierna las comunicaciones entre la renuncia y la rebeldía: se renuncia a un futuro del que no se dispone, se rebela frente a un pasado inmodificable. Pero también se rebela ante un futuro y se renuncia a un pasado.
La decisión de Catón implica un fracaso. Pero mucho más aún, es la admisión de un fracaso. ¿No es entonces una renuncia su suicidio cuando parece sellar ese fracaso definitivamente? Pero al revés, ¿no se advierte que ese sello potencia el valor del fracaso hasta sustraerlo al metabolismo que transformaría ese fracaso en la victoria de César? ¿No es esta acaso la gloria que se le escapa a César? Y entonces, nuevamente, pero al revés del revés, ¿no se infiltraría aquí la rebeldía a ese fracaso? Tal vez, pero ¿quién lo sabe? De cualquier forma, nada más lejos de Catón que esa rebeldía que invierte en una situación idealizada un obstáculo real. No se trata de atenuar un fracaso, sino de preservar lo que sin embargo ha fracasado, y hacerlo hasta el extremo de no dejar de sostener en el mismo fracaso lo que ha fracasado. Esto es lo que Lacan llama "un acto sin fracaso" (23).
Desprendiéndolos del narcisismo, hemos querido usar "renuncia" y "rebelión" como nombres de los extremos del vel por el cual, cuando Lacan define al acto, identifica al sujeto con su propia división. Estos nombres no nos parecen menos aptos para designar la doble relación con la realidad que Freud encuentra en la Verleugnung del humorista que, encaminándose a la horca, exclama: ¡Linda manera de comenzar la semana! También aquí podríamos hablar de rebelión y renuncia, pero no nos explicaría por qué la frase nos alcanza como una verdadera creación poética.
Bordes de angustia
Un poco a disgusto, digámoslo, por el estilo de distribución clasificatoria que supone, hemos hecho caer lo que se llama un suicidio en las estructuras que el psicoanálisis nombra acto, acting, pasaje al acto. Digamos ahora porqué. Pero antes, ¿no hemos con ello favorecido paralelamente una especie de disolución del "suicidio"? Y a favor de la jerarquía que sin disimular le concedemos al acto de Catón, ¿no agregaríamos una axiología lacaniana más que apreciaría el acto por encima de las formas de la acción? Intentemos aclararlo por algunas observaciones negativas.
Nada indica que la muerte de Antígona haya sido un suicidio. Antígona pretende encarnar una ley más original que la ley pública (diké, jus), la ley familiar (thémis, fas), y se coloca en situación de hacer lo que ella estima que tiene que hacer. Sabe que las consecuencias de su acto implican su muerte, pero la significación de la muerte es completamente ajena a la estructura de su acto.
El caso de Sócrates nos parece más vacilante, según tengamos como referencia al Fedón o la Apología. En esta última, todo parece más claro: Sócrates no desea morir, pero si la condición de su vida es el abandono de la libertad de filosofar, la muerte le parece el único término elegible. Su defensa no es otra cosa que una demostración de su culpabilidad a los ojos de la acusación y, ¡por una vez!, aquí el acto es filosofar, y le costará la vida. Pero esto es estrictamente, como en el caso de Antígona, una consecuencia ajena al sujeto de ese acto. Por supuesto, tendríamos el recurso de imaginar que la muerte propia habría podido constituirse en un obstáculo que impidiera ese acto, pero entonces no sólo el acto no habría tenido lugar, sino que con ello habríamos perdido a Sócrates si "Sócrates" es el nombre de la significación absoluta que se realiza en ese acto.
Es cierto que "Sócrates" es también el nombre de un individuo y, como cualquier otro, también puede renegar de ese acto. Si bien nunca se desdice, y esto constituye toda su dignidad, en los fragmentos finales de la Apología se distrae platónicamente sugiriendo que tal vez la muerte sea un bien, y se imagina prosiguiendo su plática filosófica con los Inmortales. Esta perspectiva se encuentra aún más acentuada en el Fedón, la construcción metafísica tal vez mejor sistematizada para funcionar como fundamento de la posterior condena religiosa que reconoce en todos los suicidas al siervo que se rebela a abandonar en las manos de un Dios único la hora de su muerte
Cada vez que se encuentre la creencia de una vida más allá de la vida, no es posible hablar de suicidio. Si faltara una razón, ésta nos parece una para negar que la muerte de Sócrates haya sido un suicidio. Pero en este sentido, la matanza colectiva de hace algunos años en Guyana, tampoco lo fue. No es el caso del estoico para quien el carácter eterno de la Ley que rige el universo, no impide la discontinuidad de la conciencia individual.
Se nos podría objetar que la conciencia estoica es una referencia imposible para la subjetividad moderna, pues el suicidio existía en la doctrina. Pero con el rasgo ambiguo y hasta contradictorio que le concedemos, ¿no existe --también para nosotros-- el suicidio en los textos de nuestra cultura? No es lo mismo, seguramente no es lo mismo. Pero entonces, ¿reservaremos el término "suicidio" para aquellos casos que se explican, dan razones por escrito u otros medios? Estamos dispuestos a creer que es una condición necesaria, pero carecemos de una respuesta cierta.
Nuestros últimos párrafos nos han introducido en un campo de problemas ante el cual nuestro texto se detiene. Pero no queremos alimentar la idea consagrada de una "tragedia del suicidio". Mencionemos que el mismo Plutarco, en su De communibas, pero también muchos otros, autorizaba el suicidio en la cumbre de la alegría de una vida feliz. Divergente de ello es la voluntad de tragedia que parece presidir el suicidio de Mishima, tanto más cercano del suicidio por "entusiasmo" como dice Karamasov.
En el brahmanismo, la creación del universo es atribuida al sacrificio de Prajãpati, y Borges ofrece una interpretación asombrosamente cercana de la crucifixión de Cristo, comentando el Bhiatanatos de John Donne (24). Esta referencia a una perspectiva sacrificial, no hace sino bordear otro de los limites de este trabajo, que no se ocupa del nihilismo al estilo de un Olivier en Los Monederos Falsos de Gide, o de la inversión recíproca de las pautas realistas que es posible hallar en los suicidios que figuran en las obras de Maupassant y Flaubert.
Dejamos de lado el suicidio de amor (25), y también la presencia del suicidio en la política, desde los pilotos japoneses de la segunda guerra, el Tchen de Malraux (26) arrojándose con una bomba sobre el auto donde debería hallarse Chang Kai-Chek, hasta el presidente chileno Salvador Allende, quien rehúsa el ofrecimiento militar de fletar un avión para él y su familia que los dejaría fuera del país.
Esta mención precipitada que deja adivinar una serie prácticamente inabordable de cuestiones, apunta menos a subrayar el carácter inconcluso de nuestro trabajo, como a indicar que a ello lo obliga el lugar desde donde se ha originado. Negar la posibilidad de una teoría psicoanalítica del suicidio, ha impedido que nuestro movimiento sea el de la construcción de un concepto; justamente, hemos querido disolver su improbable referencia objetal. Pero también hemos querido presentar una interpretación psicoanalítica del suicidio, lo cual equivalía a situarlo, darle una localización interior al campo donde lo habíamos hallado: entre las dificultades con las que se encuentra la práctica analítica.
Lacan dibuja el cuadro de esas dificultades en el seminario X, y allí ubica el acting y el pasaje al acto haciendo pantalla a la angustia. No hay pues trato del psicoanalista con el suicidio que no pase por la relación que el psicoanalista mantiene con la angustia. Si en aquel cuadro el acto no figura, es porque la angustia surge en ese instante ideal, sólo aislado por el concepto, en que la repetición cesa. Cuando se trate de definir el acto, la repetición ocupará el mismo vértice que la angustia, pero concebida como un vel cuyos términos son precisamente el pasaje al acto y el acting (27).
Notas:
1. A contramano de nuestra aseveración, cfr. el articulo llamado precisamente "Essai sur la signification de la mort par suicide" en Scilcet 1, Du Seuil. Paris, 1968.
2. Freud, S. "Psicopatología de la vida cotidiana". O.C., tomo IIl, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972
3. Lacan, J. "Motivos del crimen paranoico (El crimen de las hermanas Papin)", publicado en el N° 3 de Minotaure, diciembre de 1933. Existe una versión castellana de Ricardo Zelarayán en Cuadernos Sigmund Freud, N° 2/3.Nueva Visión. Bs.As. diciembre de 1972, pp. 133-140.
4 Bachelard, G. "La psychanalyse du feu".N.R.F. París, 1949.
5 .Freud. S. "Consideracioncs sobre la guerra y la muerte". OC. Tomo VI. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972, p. 2110.
6. Séneca. "Epitres a Lucilius" (LXX) Didot Frères. Paris, 1844
7. Un "destino elegible" no es oxímoron para el estoicismo antiguo, quien no encontraba una virtud en la obediencia, sino en el consentimiento. Pero éste no podía alcanzarse sin pasar por la fantasía, en tanto ella es un modo y un momento de la intelección del mundo y de la ley que lo rige y que rige a la fantasía. En el grafo del deseo, Lacan sitúa la estructura de desconocimiento que llama fantasma (los estoicos también disponen de este término diferenciado de la fantasía), en un lugar análogo: el más cercano desde donde se telescopea el punto inaccesible que anota S() [Significante del Otro tachado]
8. Vacilación que se manifiesta en la identificación del deseo del padre con la Ley, y de la ley con el objeto-causa de aquel deseo.
9. Gusmán, L. "Del instrumento al suicidio del objeto", Conjetural 8, noviembre 1985. Ed. Sitio. Bs.As. Admitido el énfasis del texto en destacar el valor significante del instrumento, se le podría no obstante discutir que ocurre así, efectivamente, porque el significante del deseo del Otro adquiere un valor instrumental en el fantasma como medio del suicidio. Así, la materialidad que está en juego en el instrumento-significante es la de la letra, como el mismo texto lo indica en la admirable cita de M. Leiris.
10. Freud, S. "Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina". O. C. , Tomo VII. Biblioteca Nueva. Madrid, 1972.
11. Puede parecer que nuestros ejemplos se apoyen excesivamente en la existencia de una enfermedad incurable, justamente el único de todos los suicidios, el eutanásico, que Platón admitía. Sin embargo, muchas veces la presencia de una enfermedad incurable oficia de pantalla, y hasta puede ofrecer la ocasión de lo que no se origina en ella.
12 Hasta el extremo de que rien fue uno de los primeros nombres que Lacan encontró para el objeto a.
13. La que articula el impedimento con la turbación extrema, para levantar la escena en la que el sujeto se ubica en el lugar del objeto-causa.
14. Las objeciones teóricas a la identificación de lo mismo a lo mismo, encuentran inesperado respaldo en la observación de la experiencia neurótica recogida por Lacan: la frecuencia con que lo inoportuna la mención de su nombre propio.
15. Nuestras citas están recogidas de Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951. Cfr. "Les vies des bommes" ilustres, B. De la Pléiade, tomo II, trad. De Amyot (1559)
16. Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951. Pag. 116.
17. Cfr. Pinguet, M. "La mort volontaire au Japon". Gallimard. Paris, 1984.
18. Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951. pag. 150.
19.Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951.pag.151
20. Pinguet cita una opinión de Thiers que no deja decidir si el oportunismo del político iguala al del historiador: Catón debiera haber hecho lo que él, maniobrar, contemporizar, esperar el momento oportuno, aliarse con Bruto, etc.
21. Plutarco: "Vidas paralelas, Catón el menor". Trad. Romanillos. Espasa-Calpe. Bs.As., 1951.pag. 147-8.
22. Igualmente, todavía muy lejos de que el derecho de propiedad lleve a la gente a reivindicar su muerte como un bien propio. La actual apropiación privada de la muerte ha llegado a fomentar las inversiones inmobiliarias que garantizan a los deudos un paisaje de paz en sus visitas conmemorativas.
23. Lacan J. "Télevision", Seuil. París,1974. pp. 66 7.
24. Borges, J.L. "Otras inquisiciones". Cfr. un capitulo del Biatbanatos traducido al español par Ramón Alcalde en Conjetural N° 8, noviembre de 1985.
25 Uno de los más bellos suicidios de amor, es el de Elisa, hija del almirante Brown, quien conoció el amor y la muerte a los 17 años. Se enamoró del capitán Francisco Drummond y en una única entrevista se prometieron matrimonio. Mientras ella comenzaba a bordar su vestido de novia, él marchaba hacia el combate en Monte Santiago comandando el bergantín Independencia. Tres buques Argentinos contra dieciséis brasileros; allí murió el capitán Drummond, el 8 de febrero de 1827, alcanzado por una bala de cañón. Concluyó entonces Elisa su traje de novia y vestida con él, se internó una noche en las aguas del Río de la Plata. (Cfr. de Jimena Sáenz: "Los suicidios argentinos", en Todo es historia, N° 73).
26. La condición humana.
27. Cfr. El semi-grupo de Klein en el seminario sobre El acto analítico [inédito, Seminario de J. Lacan]
No hay comentarios:
Publicar un comentario